Por Miriam Apolinar

“La condición de los pobres representa un grito que interpela constantemente nuestra vida, nuestras sociedades y especialmente a la Iglesia. En el rostro herido de los pobres encontramos el sufrimiento de Cristo. Cada día mueren varios miles de personas por causas vinculadas a la malnutrición”. —Papa León XIV, Dilexi te.

Inspirado en este llamado, el cardenal Robert Francis Prevost, en su primera exhortación apostólica, nos recuerda que aún hoy persisten rostros marcados por múltiples formas de pobreza.

En México, esa realidad tiene un rostro particularmente doloroso: el de la infancia.

Pese a los programas sociales y a los avances en materia de bienestar, los bebés y niños menores de cinco años continúan siendo los más vulnerables en la pirámide de la desigualdad. Su llanto —muchas veces silenciado por la indiferencia— revela la crudeza de un país que aún no ha logrado garantizar las condiciones básicas para el desarrollo de quienes encarnan su futuro.

De acuerdo con el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), cuatro de cada diez menores de cinco años viven en pobreza, lo que equivale a 3.9 millones de infantes. Entre ellos, cerca de 800 mil sobreviven en pobreza extrema, sin acceso a alimentación, servicios de salud ni vivienda digna. Estas cifras, aunque alarmantes, suelen perderse entre los informes macroeconómicos que celebran la reducción de la pobreza general.

El Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (CONEVAL) informó que entre 2018 y 2024, solo 13.4 millones de personas salieron de la pobreza. Sin embargo, el dato oculta una realidad más profunda: la mejora no ha alcanzado a los más pequeños. El bienestar social ha crecido en términos generales, pero los niños y niñas menores de cinco años siguen atrapados en la exclusión.

La pobreza en la primera infancia: una herida invisible

El Centro de Estudios Espinosa Yglesias (CEEY) advierte que la pobreza infantil no solo implica falta de ingresos, sino también ausencia de oportunidades desde los primeros años de vida. Las carencias en nutrición, estimulación temprana y atención médica generan consecuencias irreversibles en el desarrollo cerebral.

“Los primeros mil días de vida son determinantes —explica el Early Institute—. La desnutrición, el estrés tóxico y la falta de cuidados afectivos dejan marcas permanentes en la capacidad cognitiva, la salud emocional y el rendimiento escolar.”

México ocupa el tercer lugar en América Latina con mayor porcentaje de desnutrición crónica infantil, según UNICEF. En zonas rurales y comunidades indígenas, uno de cada tres niños menores de cinco años presenta retraso en el crecimiento. En estados como Chiapas (79 % de pobreza infantil), Guerrero (72 %) y Oaxaca (63 %), la infancia enfrenta condiciones estructurales que la condenan al rezago desde el nacimiento.

El 41.9 % de los menores de cinco años no tiene acceso a servicios de salud y más de la mitad (56.9 %) carece de seguridad social. Esto significa que millones de bebés no cuentan con atención médica preventiva ni con seguimiento adecuado durante su crecimiento.

Una deuda moral y estructural

Para la Iglesia católica, el drama de la pobreza infantil no es solo un desafío económico, sino una herida moral que interpela a toda la sociedad. El Papa Francisco, en su exhortación Evangelii Gaudium, recuerda que “la inequidad es raíz de los males sociales” y que “ningún niño debería crecer privado del amor y de los cuidados necesarios para desarrollarse plenamente”.

Los rostros de la pobreza en México no son números: son bebés sin registro de nacimiento, niñas que llegan desnutridas a la escuela, familias que deben decidir entre comprar leche o pagar el transporte. Detrás de cada estadística hay una historia marcada por la injusticia y la indiferencia social.

El Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF) ha señalado que invertir en la primera infancia es una de las estrategias más efectivas para romper el ciclo de pobreza. Sin embargo, en México, la inversión pública dirigida a este grupo poblacional es mínima y dispersa. Programas como “Bienestar para Niños y Niñas Hijos de Madres Trabajadoras” no alcanzan a cubrir las necesidades reales de los hogares más pobres.

El Early Institute lo resume con contundencia: “La pobreza no se hereda biológicamente, pero se transmite por falta de oportunidades”. Según sus estudios, 73 de cada 100 niños que nacen pobres permanecerán pobres al llegar a la adultez, perpetuando un ciclo de exclusión que ya se extiende por generaciones.

La urgencia de mirar hacia abajo

Mientras los planes nacionales celebran la reducción de desigualdades globales, la primera infancia sigue siendo el sector menos atendido en la política pública. El Plan Nacional de Desarrollo no contempla de manera explícita un eje transversal que proteja a los bebés de la pobreza extrema.

En entrevista con medios especializados, organizaciones civiles y académicos han insistido en que incluir la atención a la primera infancia en las estrategias de desarrollo social no es un lujo, sino una necesidad impostergable. Las políticas de combate a la pobreza deben comenzar por los más pequeños, porque los primeros años determinan el rumbo de toda una vida.

A nivel local, algunas iniciativas buscan revertir esta tendencia. Programas comunitarios en Chiapas y Guerrero trabajan en la recuperación nutricional y en la promoción de la lactancia materna, pero los esfuerzos siguen siendo insuficientes ante la magnitud del problema.

Una llamada de conciencia

El magisterio de la Iglesia ha sido claro: la pobreza no puede combatirse solo con subsidios, sino con justicia estructural. En su mensaje para la VII Jornada Mundial de los Pobres, el Papa Francisco escribió:

“No se trata de hablar de los pobres, sino de actuar directamente por ellos, como hizo Jesús, que se acercó a cada persona y le devolvió su dignidad.”

Esa dignidad comienza en la cuna. Cada bebé que nace en condiciones de vulnerabilidad es una llamada de Dios a la compasión activa. No basta con conmovernos: urge generar políticas públicas integrales, promover la corresponsabilidad familiar y comunitaria, y fortalecer las redes de apoyo a madres y padres jóvenes.

Las comunidades cristianas pueden desempeñar un papel esencial: promover espacios de acompañamiento, crear bancos de alimentos infantiles, apoyar guarderías comunitarias y ofrecer orientación prenatal. Cada gesto cuenta cuando se trata de proteger la vida desde sus primeros días.

Hacia una esperanza que se construye desde el inicio

México ha avanzado en diversos frentes sociales, pero el rezago infantil continúa siendo una herida abierta. No hay progreso auténtico mientras existan bebés que mueren por desnutrición o crecen sin atención médica.

La verdadera lucha contra la pobreza empieza en la cuna, cuando se asegura el derecho a nacer, crecer y desarrollarse con dignidad. La atención integral a la primera infancia no es solo una inversión en capital humano, sino una apuesta por un país más justo y fraterno.

La advertencia del Papa León XIV sigue vigente: “El sufrimiento de los pobres es el sufrimiento de Cristo”. En los ojos de cada niño olvidado, la sociedad entera es interpelada a responder con amor, justicia y compromiso.

Que cada creyente y cada ciudadano recuerde que ningún bebé debería ser invisible, y que el rostro de los más pequeños es, hoy más que nunca, el rostro de Dios entre nosotros.

 


 

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