Por P. Fernando Pascual
Hay quienes tienen un poder enorme, con el que son capaces de cambiar la vida de millones de seres humanos. Otros tienen un poder mucho más pequeño y limitado.
Tienen gran poder quienes pueden decidir el futuro de la economía, de la paz o de la guerra, de la justicia, de los capitales, de la tecnología.
Tienen pequeño poder quienes en casa gritan y agitan los puños, seguros de su fuerza física, o quienes con palabras consiguen dominar a otros.
Algunos ven el poder como algo que corrompe, que incluye injusticia, que lleva a daños sobre inocentes.
En realidad, el problema surge no por culpa del poder, sino por los corazones. Porque un corazón bueno, aunque tenga mucho poder, vivirá para hacer el bien y según la justicia. En cambio, un corazón malo, aunque tenga poco poder, buscará el mal y actuará contra quienes sean más débiles.
Por eso resulta urgente convertir los corazones. Corazones malos llevarán a más dolor y lágrimas en un mundo ya de por sí sufriente. Corazones buenos usarán el poder que tengan (poco o mucho) para ayudar a los débiles, defender a los perseguidos, promover la justicia y la paz.
No podemos pensar que solo “los otros” tienen ese mal corazón que provoca tantos sufrimientos de nuestro mundo. También la injusticia puede entrar en nuestras vidas, corroer nuestros corazones, aunque sea en ámbitos pequeños como el de la familia o el del trabajo.
La humanidad libra, desde sus inicios, un combate entre el bien y el mal. Tras el pecado de los primeros padres, el poder empezó a ser usado como medio para la rebelión, para la prepotencia, para la injusticia.
Pero cada vez que un hombre o una mujer se abren a Dios, Él los cura con su misericordia. Entonces cambian sus corazones, brilla en el mundo un destello de luz, y se abre espacio a la esperanza de que el poder, bien usado, sirva para avanzar hacia la justicia y, sobre todo, hacia el amor.
Imagen de Gisela Merkuur en Pixabay





