Por Mario De Gasperín Gasperín, obispo emérito de Querétaro

El misterio de la vida de Cristo que llamamos la Ascensión del Señor se refiere a la actual situación de Cristo Resucitado ante el Padre en el cielo, y a la relación que guarda con la creación y con su Iglesia. Le llamamos Cristo Rey del Universo.

Su ascensión al cielo culmina su obra redentora, la presenta al Padre e intercede así por nosotros. Tuvo su origen en su descenso, es decir, en su encarnación en el seno de María por obra del Espíritu Santo. Es nuestro Señor Jesucristo.

En ese transcurso de tiempo, Cristo nos dio a conocer “al Dios verdadero”, al que llamó “su Padre”, y así nos enseñó a llamarlo. Somos, pues, hijos de Dios. Esta alianza que estableció Cristo entre su Padre y nosotros se logró gracias a que se hizo solidario nuestro, y nos enseñó a conducirnos como hijos suyos por la acción del Espíritu Santo.

Este fue el tiempo de su “venida en carne mortal”, para enseñarnos a hacer la voluntad de Dios y a caminar en su presencia obedeciendo sus mandatos. Somos creaturas y Él es el Creador. Todo lo tenemos por él y en todo dependemos de él. No aceptar esta dependencia de creatura, se llama pecado. Este pecado tiene también su padre que se llama Diablo o Satanás que, disfrazado de serpiente engañó a nuestros progenitores en el paraíso y arruinó la obra creadora de Dios y a toda la humanidad.

Cristo, mediante su vida y su Evangelio, nos enseñó a volver a Dios. Lo hizo Cristo mediante su sacrificio de obediencia en la cruz, padeciendo injustamente como malhechor, y así mostró su obediencia al Padre y su amor por nosotros. “Dio la vida por todos”. Es el crimen más grande cometido por la humanidad.

El Padre le hizo justicia, lo resucitó de entre los muertos y le dio un lugar a su derecha. Le dio “todo el poder en el cielo y en la tierra”. Nadie lo tiene ni puede tenerlo igual. Así, ahora, intercede por nosotros presentando al Padre sus llagas, su obra redentora, y pidiéndole que no nos deje sin protección, porque el Enemigo malo sigue presente entre nosotros. Aunque vencido por Cristo, tiene poder suficiente para seducirnos; su astucia es mayor que nosotros y logra diluir su malicia, como lo hizo con la manzana en el paraíso, despreciando no sólo los mandamientos de Dios, sino al mismo Dios.

Ese pecado ahora se llama impiedad, mundanidad e incredulidad, creando un ambiente opuesto a Dios a quien ya no se juzga útil para la vida. El hombre se vuelve autosuficiente y soberbio, como su padre terrenal, el Diablo. Este es el pecado de la modernidad o mundanidad, de la cual está llena la humanidad, como de una “atmósfera” contaminada de soberbia y de ignorancia.

La intercesión de Cristo ante el Padre nos da el antídoto y nos abre la mente para lograr la victoria. Mientras tanto, nuestra vida, “está escondida con Cristo en Dios”. Cuando él aparezca en su gloria seremos semejantes a Él y, junto con Él, entregaremos su Reino al Padre, y estaremos todos con nuestro Rey y Señor.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 21 de diciembre de 2025 No. 1589

 


 

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