Por P. Fernando Pascual
Los nombres tienen una importancia sorprendente. No es lo mismo decir que uno ha disparado a un cuerpo, o que uno ha disparado a una persona, o que uno ha disparado a su compañero de trabajo.
Esto vale a la hora de hablar de los hijos antes de nacer. Algunos se refieren a ellos como “productos” de la concepción. Otros les llaman “cúmulo de células”. Hay quienes los definen como vida en potencia.
Uno podría observar, al ver el primer ejemplo, que serían correctas las tres frases, porque quien recibe el disparo es, a la vez, cuerpo, persona y compañero.
Pero cada palabra o expresión añade un matiz que permite completar la escena y verla desde sus aspectos más relevantes. Porque disparar contra un compañero implica un acto que hiere las relaciones, lo cual da a entender la gravedad del acto.
Al hablar de seres humanos antes de nacer, no resulta equivalente usar cualquier fórmula, aunque sea correcto escoger entre las diversas posibilidades. Porque el “producto de la concepción” es mucho que eso (producto): es hijo.
Por desgracia, algunos defensores del aborto usan, y abusan, la expresión producto de la concepción para ocultar el drama terrible de lo que ocurre: una madre mata a su hijo (no simplemente a un producto).
Podemos decir algo parecido al hablar de la fecundación artificial (o reproducción artificial) en aquellas modalidades que “producen” miles de embriones en el laboratorio.
Ya usar el verbo “producir” muestra lo extraño de la situación. Porque el verbo lleva a pensar que el resultado obtenido en la clínica de la fertilidad sea un “producto”, cuando en realidad estamos ante un ser humano al que hemos de llamar, con más precisión, como hijo.
Por eso, no podemos adormecer nuestras conciencias al usar frases que hablan de productos de la concepción como si fueran el resultado de un proceso tecnológico más o menos sofisticado, que luego pueden ser evaluados según parámetros de calidad, como ya se hace, por ejemplo, en los diagnósticos preimplantacionales.
Esos “productos” no son simplemente un resultado técnico, sino hijos. Porque incluso cuando sean concebidos de un modo tan innatural como es el del laboratorio, siguen siendo hijos de quienes son sus padres, con todo lo que implican también las palabras “padre” y “madre”.
Cuando dejamos a un lado una palabra tan imprecisa como la de “producto” y adoptamos otra mucho más omnicomprensiva como “hijo”, empezamos a darnos cuenta de la dignidad de ese ser humano y de las responsabilidades que asumen ante su propio hijo quienes, como padres, han hecho posible que ese hijo haya iniciado la propia existencia terrena.





