Por José Luis Oliva

En 1965, el Concilio Vaticano II ofreció al mundo uno de los documentos más luminosos en torno a la dignidad de la educación: Gravissimum Educationis. Allí se afirmaba, con autoridad evangélica, que todo ser humano tiene derecho a una educación integral, donde cuerpo, mente y espíritu se desarrollen armónicamente, orientados hacia la verdad, el bien común y la plenitud en Cristo.

Sesenta años después, el Papa León XIV ha querido conmemorar aquel hito con una carta apostólica viva y provocadora: Diseñar nuevos mapas de esperanza. Este nuevo texto no sólo actualiza los principios del Vaticano II, sino que los abre a los desafíos y promesas del mundo contemporáneo, subrayando la urgencia de una pedagogía del deseo, del diálogo, de la belleza y, sobre todo, de la esperanza.

Ambos documentos coinciden en lo esencial: la educación es un acto profundamente humano y divino, donde se transmite no sólo conocimiento, sino sentido; no sólo información, sino vida. Frente a un mundo marcado por la fragmentación, la incertidumbre y la aceleración tecnológica, la Iglesia recuerda que educar es un acto de fe en el otro, de esperanza en el futuro, de caridad viva en la cultura.

Hoy, sin embargo, un nuevo actor ha entrado en escena con una fuerza sin precedentes: la Inteligencia Artificial (IA). Ya no hablamos simplemente de herramientas técnicas, sino de sistemas capaces de simular razonamiento, conversación, análisis, acompañamiento y hasta creatividad.

Esta irrupción plantea interrogantes inéditos a la teología, la antropología, la pedagogía y la espiritualidad. Por ello, este escrito busca, con humilde discernimiento, reflexionar sobre las implicaciones de la Inteligencia Artificial en el campo de la educación, bajo la luz segura del Magisterio, y al servicio del Pueblo fiel. Porque si bien las máquinas no tienen alma, las decisiones humanas que las configuran sí la tienen, y de ello depende que estas nuevas tecnologías sean camino de gracia o sombra de confusión.

Aquí será preciso evitar el orgullo de quienes edificaron la Torre de Babel (Gén 11,1–9), queriendo alcanzar el cielo sin Dios, y también reconocer que ninguna inteligencia, por avanzada que sea, puede sustituir el soplo divino que da vida al ser humano, como recuerda el salmista al hablar del gólem, la “criatura informe” antes de ser plasmada por Dios (Sal 139,16). Con temor santo y esperanza viva, emprendamos pues este camino.

*Publicamos la introducción al libro que el autor –un especialista en este tema– está preparando, inspirado en la reciente glosa de don Mario De Gasperín a la Carta Apostólica del papa León XIV: Diseñar nuevos mapas de esperanza.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 28 de diciembre de 2025 No. 1590

 


 

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