REPORTAJE | Por Gilberto Hernández García |

El más célebre mártir de la persecución religiosa en México es, sin lugar a dudas, el sacerdote jesuita Miguel Agustín Pro Juárez, “el padre Pro”; y, en gran medida, su “popularidad” se la debe ­–al menos al principio­– al propio Plutarco Elías Calles. Esto es lo que sostiene el también sacerdote jesuita José Camarena Fregoso, quien fuera vicepostulador de la causa de canonización del padre Pro.

Aquel 23 de noviembre de 1927, el general Roberto Cruz, Inspector General de la Policía, por órdenes del presidente Calles había convocado a un grupo de periodistas y fotógrafos y a varios miembros del Cuerpo Diplomático para que presenciaran el fusilamiento de los hermanos Pro –Miguel, Humberto y Roberto- y de Luis Segura Vilchis,  indiciados como los autores del atentado contra el general Álvaro Obregón.

“Por eso se tienen muchas fotografías del padre Pro en el momento crucial de su muerte”, dice el padre Camarena; “estas fotos aparecieron en los diarios de la época y pronto le dieron la vuelta al mundo”, asegura. “Plutarco quiso intimidar a los descontentos por las leyes persecutorias contra la Iglesia, pero ‘le salió el tiro por la culata’, como se dice, porque de ser su peor enemigo se convirtió en su promotor”.

Un pastor valiente, alegre y creativo

El caso del Padre Pro es el mejor documentado de todos aquellos que ofrendaron su vida en congruencia con su fe en Cristo Rey durante el periodo que va de 1926 a 1929. Dice el padre Camarena: “La vida del Padre Miguel Agustín Pro es sin duda una de las más conocidas en el mundo entero. Sus obras pastorales, su carisma y personalidad, sus diversas y creativas formas de burlar a las autoridades anticlericales y, por supuesto, las falsas acusaciones que le valieron su fusilamiento, son sólo algunos de los elementos que han inspirado la vida cristiana de miles de laicos y sacerdotes a lo largo de 80 años”.

Un año después de su ordenación sacerdotal, sucedida en Bélgica el 30 de agosto de 1925, llegó a México, en el momento más agitado del conflicto religioso: cuando los obispos habían deci­dido cerrar los templos y suspender el culto, en protesta por la ley de Calles que obligaba a los sacerdotes a registrarse y les prohibía todo acto de culto exterior, aun en las casas particulares.

Ante la injusta prohibición, el padre Pro se dedicó intensamente al ministerio sacerdotal y a ayudar a toda clase de personas; pero su preferencia por la gente pobre del pueblo, a la que daba los alimen­tos y donativos que conseguía, quedó manifiesta a los ojos de todos.

Desde luego su acción no estuvo exenta de dificultades y contratiempos. Uno de ellos fue haber sido encarcelado en la prisión militar de Santiago Tlatelolco, por sospechas de complicidad con el grupo de católicos de la Liga Defensora de la Libertad Religiosa, el que durante un desfile oficial presenciado por el presidente Calles, lanzó al aire globos de papel de los que se desprendían volantes de propaganda religiosa. Al día siguiente quedó en libertad por falta de méritos. Tras esta primera deten­ción, tuvo que ocultarse aún más, pues el incidente recrudeció la persecución callista y también la oposición violenta de los católicos perseguidos.

“No sólo te perdono sino que te doy las gracias”

El 13 de noviembre de 1927 hubo un atentado dinamitero con­tra el reelecto general Obregón –quien salió ileso-, del que también acusaron de complicidad al padre Pro y a sus hermanos. El 18 de ese mismo mes fueron aprehendidos y encarcelados. Al enterarse de esto el ingeniero Luis Segura Vilchis, verdadero autor del atentado, se presentó voluntariamente en la inspección de policía, declarando que los hermanos Pro no habían tenido ninguna participación en el hecho. Sin embargo no se les puso en libertad.

El 22 de noviembre el general Cruz presentó a los detenidos ante un grupo de periodistas, a los que el padre declaró: “Señores, juro  ante Dios que soy inocente de lo que me acusan”. Al día siguiente, sin haberle probado delito, ­–más aún, sin haberle hecho el proceso judicial de rigor y ni siquiera haber terminado el acta policiaca­–, Calles ordenó que fuera pasado por las armas, junto con sus hermanos y los culpables del atentado. La ver­dadera intención de Calles, según él mismo declaró en una ocasión, era atemorizar a los demás sacerdotes mexicanos.

Así, el 23 de noviembre de 1927, a las diez de la mañana, un policía gritó el nombre del padre Pro a la puerta de la celda. Miguel Agustín salió, se encontró con un patio lleno de tropa y de invitados como a un espectáculo, una multitud de personas. Miguel Agustín caminó sereno, y tuvo tiempo de oír a uno de sus aprehensores que le decía: “Padre, perdóneme”. ­“No sólo te perdono; te doy las gracias”. Le preguntaron su última voluntad. “Que me dejen rezar”. Se hincó delante de todos, y con los brazos cruzados estuvo unos momentos en recogimiento. Se levantó, abrió los brazos en cruz, pronunció claramente, sin gritar: “Viva Cristo Rey”, y cayó al suelo, para recibir luego el tiro de gracia.

Aquellas palabras que el padre Pro escribió tiempo atrás a su superior Provincial se cumplieron: “¿Mi vida? Pero ¿qué es ella? ¿No sería ganarla si la diera por mis hermanos? Ciertamente es que no hay que darla tontamente, pero ¿para cuándo son los hijos de Loyola, si al primer fogonazo vuelven grupas?… Lo más que me pueden hacer es matarme. Pero eso no será sino el día y la hora que Dios me tiene reservada”.

El pueblo adivinó de inmediato el verdadero motivo de la muerte del padre Pro y no dudó en darle el título de mártir. Así lo reafir­mó la extraordinaria multitud que se reunió para acompañar sus restos al cementerio. Su fama de mártir se expandió no sólo en México sino también en el extranjero.

Gozo irradiante del amor a Cristo

No obstante, a pesar de que el proceso fue iniciado inmediatamente, es decir en 1927, no fue sino hasta el 25 de septiembre 1988 cuando Juan Pablo II declaró beato a Miguel Agustín Pro. El recordado pontífice dijo del mártir mexicano:

“Su vida de apóstol sacrificado e intrépido estuvo inspirada siempre por un incansable afán evangelizador. Ni los sufrimientos, ni las graves enfermedades, ni la agotadora actividad ministerial, ejercida frecuentemente en circunstancias penosas y arriesgadas, pudieron sofocar el gozo irradiante y comunicativo que nacía de su amor a Cristo y que nadie le pudo quitar. En efecto, la raíz más honda de su entrega abnegada fue su amor apasionado a Jesucristo y su ardiente deseo de configurarse con él, incluso en su muerte”.

 

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