La semana pasada tuvo el Papa Francisco otra de sus maravillosas salidas del protocolo. Iba de un pueblecito a otro en Calabria, al sur de Italia, donde la mafia campea por sus respetos. Ya los había excomulgado a todos, sin distinción, como san Juan Pablo II lo hizo alguna vez en Sicilia (los mafiosos son los mismos que los narcos).

Pero, de pronto, captó a lo lejos un grupo que esperaba verlo pasar como una exhalación. Eran tres o cuatro familias de una pequeña localidad calabresa que querían tomar una instantánea del Santo Padre. Nada más. Ahí había una pequeña tetrapléjica, recostada en su carriola. Francisco pidió al chofer que se detuviera. El convoy papal, bastante reducido por cierto, se paró desconcertado. El Papa abrió la portezuela de atrás del auto, bajo sin mayor pompa, recogiéndose la sotana, y saludó como un viejo amigo a los presentes. Nadie daba crédito. Luego, como es su tranquila costumbre, fue a besar y a bendecir a la enfermita. Un signo maravilloso de que son ellos y los pobres los preferidos del reino.

Las voces que se escuchan en el video casero son de confiada alegría, de júbilo por tener un Papa de estas dimensiones: sencillo, directo y profundamente enamorado de Dios. Es –lo dije cuando tuve el honor de saludarlo personalmente—como el buen párroco de mi colonia. Con una visión clarísima de que eso de andar imponiendo jerarquías lo único que hace sentir es la distancia. Y si Jesús tocaba al pueblo, ¿por qué no lo iba a hacer su vicario? Yo no sé si exagero (y si lo hago, ni modo), pero muchas cosas que parecían atoradas en nuestra Iglesia católica se están desatorando. Nos sentimos, alegremente, uno.

Por Jaime Septién

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