Por Mónica MUÑOZ |

Los acontecimientos ocurridos durante el mes de septiembre nos hicieron redescubrir valores que parecían olvidados por la sociedad, tales como la solidaridad, la empatía, la unidad, el valor y sobre todo, la caridad con los que sufrieron los embates de los fenómenos meteorológicos y los movimientos telúricos que dejaron destrucción y dolor a su paso.

Miles de personas perdieron su patrimonio y muchos, desgraciadamente, a sus familias, por lo que la gente del resto del país se dedicó a apoyar en labores de rescate y repartición de víveres.  Sin embargo, también fuimos testigos de injusticias y actos deshonestos de parte de quienes deberían haber estado al pendiente de los afectados: sí, las autoridades, que desviaron la ayuda humanitaria para utilizarla con fines propagandísticos, según decían los que reportaban a través de las redes sociales, o bien, se dedicaron a posar para la foto, entorpeciendo los trabajos que la sociedad había organizado hábilmente para conseguir ayudar a los damnificados.

Pero algo que llamó mi atención sobremanera, fue una fotografía que mostraba un centro de acopio con muchas personas donando y a unos metros, sentados en la calle como mudos observadores de la generosidad humana, una familia que pedía limosna sin que nadie les ofreciera un poco de esa ayuda para los necesitados.  La imagen me estremeció por su crudeza, porque, irónicamente, me hizo pensar que estamos tan acostumbrados a esas escenas cotidianas, que hasta nos molestan.

Pareciera que nadie se esmera en proteger a esa gente, más desafortunada que nosotros, quienes tenemos la bendición de un trabajo, techo y comida, ropa y agua caliente, con suficiente dinero para cubrir nuestras necesidades básicas y quizá para algo más.  Y eso, los que pertenecemos a la clase media, porque algunos más privilegiados tienen hasta para vacacionar en el extranjero varias veces al año.

¿Qué pasará por la cabeza de quienes miran que miles y miles se vuelcan con apoyo para solventar una emergencia, sin conmoverse con ellos que a diario luchan para llevar algo de comida a su casa, si es que la tienen, para alimentar a sus  hijos pequeños, porque no tienen trabajo o se han visto vencidos por la adversidad sin obtener ni siquiera lo indispensable para subsistir?

Porque es muy fácil juzgar.  Vemos hombres y mujeres jóvenes mendigando, e inmediatamente pensamos: “debería conseguirse un trabajo, está fuerte pero es más fácil estirar la mano y pedir”… ¿Qué sabemos nosotros de la desdicha ajena? ¿Acaso tenemos dotes de adivino para conocer a las personas con sólo mirarlas? Es sumamente difícil perder la vergüenza para ver a la cara a aquellos a los que se les pide un mendrugo de pan y en lugar de ello, obtener rechazo y malos tratos.

En este país, en el que las diferencias entre las clases sociales están sumamente marcadas, da pena comprobar que existe gente que muere de hambre, rodeada de personas que pudieron haberle ayudado a sobrellevar la carga.

Las palabras de Evangelio con la sentencia de Jesús, resuenan en mi cabeza cada vez que pienso en esos hermanos: “lo que hicieron con uno de estos pequeños,  conmigo lo hicieron” (Mt 25, 40). Es probable que haya quienes engañan a los demás, fingiendo que pasan necesidad, pero ¿acaso sabemos quiénes son?, ¿y si realmente sufren y los hemos ignorado? El Señor nos ha mandado a hacer el bien, no a indagar si los que imploran ayuda verdaderamente la requieren o no.  Allá ellos si nos engañan,  nosotros hemos cumplido la voluntad de Dios.

Otro pasaje de la escritura recoge una anécdota en la que Judas Iscariote aparece escandalizado al darse cuenta que María, la hermana de Lázaro, había vertido un caro perfume de nardos en los pies del Señor Jesús, enjugándolos con sus cabellos.  Él entonces comenta que habría sido mejor vender el perfume y dar el dinero a los pobres, (el evangelista Juan aclara que a Judas no le interesaban los pobres, sino que era el encargado de la bolsa y robaba). Jesús contesta que a él no lo tendrán siempre, pero a los pobres, sí.  (Jn 12, 1-11).  Este pasaje me hace pensar seriamente: el Señor anuncia que siempre habrá pobres, sin embargo, implícitamente deja el encargo de socorrerlos.  ¿Estamos cumpliendo con eso?

Ahora que está tan de moda hablar del fin del mundo, reflexionemos: si hoy, Dios nos pidiera cuentas, ¿qué le diríamos si nos preguntara por los pobres que teníamos cerca? La respuesta que cada uno dé, podría ser su pase al cielo.

 

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