CONCILIO VATICANO II: LA ESCUELA DEL ESPÍRITU SANTO
MARIO DE GASPERÍN GASPERÍN
En relación con la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, la Iglesia recibe el título honorífico de Cuerpo Místico de Cristo. A los que creen en Él, «los constituyó místicamente su cuerpo, comunicándoles su Espíritu» (LG 7), dice el Concilio. Desde luego, Cristo es, en primer lugar, el Salvador de la Iglesia. Vino, como enviado del Padre, a anunciar la salvación y el perdón de los pecados a todo aquel que crea en Él y viva conforme a sus enseñanzas. Esta salvación la realizó Jesucristo por el camino de la encarnación, haciéndose hombre, hermano y solidario con nosotros.
«No se avergüenza —dice la Carta a los Hebreos— de llamarnos hermanos» (2,11). Se unió tan íntimamente a nosotros que san Pablo enseña que los cristianos formamos un solo cuerpo con Jesucristo, que Él es nuestra cabeza y que nosotros somos sus miembros.
Así de extraordinaria es la vocación y la dignidad que hemos recibido los cristianos. Subrayemos, primero, que Cristo es nuestra cabeza. De ella, como pasa en nuestro cuerpo, todos los miembros reciben la cohesión, la vida y el movimiento.
Todo proviene y depende de la cabeza. En este cuerpo misterioso la cabeza, el principio vital y ordenador, es Jesucristo. Un cuerpo sin cabeza o una cabeza sin cuerpo, sería algo monstruoso. No puede concebirse uno sin el otro. Esto nos muestra la bondad de Jesucristo. Se hizo de tal manera nuestro, que no puede ya existir sin nosotros. Él es ahora nuestra cabeza glorificada, que, por lo tanto, está reclamando nuestra presencia en el cielo, para poder estar completo y ser el «Cristo total», como le llamaba san Agustín. Pensemos ahora lo contrario. Tampoco puede existir un cuerpo sin cabeza.
Este es el error que cometen todos aquellos que dicen creer en Cristo, pero no en su Iglesia. El número de estos ilusos crece sin cesar. A éstos deben añadirse los que pretenden ser espirituales, pero no tener religión; ser creyentes, pero no practicantes. A Cristo se le encuentra en su Iglesia y con su Iglesia, su Cuerpo misterioso, real y concreto.
Por último, la figura del cuerpo nos habla de la pluralidad de miembros y la variedad de oficios. Todos diferentes y distintos, pero no menos necesarios. Todos contribuyenal bien común, al bienestar de todo el cuerpo eclesial. En la Iglesia de Jesucristo nadie es más y nadie es menos.
Todos son distintos, pero todos necesarios. Apreciable cada uno en la función que está llamado a desempeñar. A mejor desempeño, mayor dignidad. En otras palabras, el valor depende no de la función sino del amor con que cada uno cumpla con su oficio o su vocación dentro de la Iglesia.
Este Cuerpo se llama místico porque no deja de ser un misterio el que Cristo nos asocie de manera tan íntima y total a su persona y a su obra redentora. Por tanto, habrá que distinguir bien el cuerpo físico de Cristo, que fue el que nació en Belén y murió en la cruz; el cuerpo resucitado y glorioso, que está ahora en el cielo junto al Padre; el cuerpo eucarístico que es el que está realmente presente en el Sacramento del altar, y el cuerpo místico, que es la Iglesia, que formamos todos nosotros con él. Es la riqueza insondable de Cristo.