TRIPAS DE FRAILE / TOMÁS DE HÍJAR ORNELAS, PBRO.
Me ha dado Dios licencia de peregrinar de Roma a Santiago de Compostela durante el mes de junio de este año en curso 2013. Todo comenzó la mañana del 29 de mayo en la plaza de San Pedro, en el Vaticano, donde uno más entre millares de peregrinos, pude ver la ternura del Papa Francisco; me conmovió sobremanera que, pese al inesperado chubasco que se nos vino encima, el obispo de Roma, como gusta llamarse, rechazó el paraguas que le ofrecieron: quería compartir la misma suerte de sus ovejas.
¡Cuánto bien ha hecho en pocas semanas el Papa americano! Sin demérito de la obra de sus predecesores, no ha perdido el tiempo entregándose totalmente a una encomienda que con ese ritmo pronto le consumirá las fuerzas y la vida, pero ¿qué mejor forma de invertirla, sino dándola por Cristo para recobrarla de nuevo y no perderla más?
Con tal estímulo, recorrer a lomo de bicicleta poco menos de tres mil kilómetros no resultó para mí una proeza desmesurada. En el trayecto le tomé el pulso a la forma de vida y a la fe de los italianos, franceses y españoles. Constatando cómo Europa languidece, culpando todos a la clase política de una postración que les arrebató la primavera material que añoran quienes la perdieron y desean los que nunca tuvieron parte en ella.
A los jóvenes –pocos- esto les importa menos que divertirse. Dan la impresión de detestar el estilo de vida de sus mayores; forman guetos distantes, compactos y muy característicos por el atuendo, poses, ademanes y gustos…
Al templo van los adultos: muchos ancianos, algunas personas de edad madura, unos cuantos niños. Un alemán avecindado en Francia, Thorsten Heidemann, argüía que las nuevas generaciones rechazan a la Iglesia institucional por considerarla sólo boato, parafernalia y palabraría. Thorsten no practica; sin embargo, me acogió en su casa siendo yo un perfecto desconocido, y me hizo el estupendo regalo de una cruz con la frase de san Francisco de Sales: «Jesús es todo para mí y yo soy todo en Jesús» que usé de signo y divisa el resto del camino.
«No tengo miedo a la acción de los malos, sino al cansancio de los buenos», llegó a decir el Papa Pío XII en una de sus homilías del año 1943, cuando la gran hecatombe que hizo trizas a Europa desgarraba aún lo más hondo de esa civilización como nunca antes conflagración alguna lo había hecho.
¡Cuánta verdad hay en sus palabras! Es la sal que cuando se vuelve insípida sólo sirve para que la pisen los viandantes.
Hace unos meses, en octubre del 2012, el todavía arzobispo de Buenos Aires, cardenal Jorge Mario Bergoglio, aludía a este tema, denunciando «la mundanidad espiritual y al clericalismo, [posturas] ambas que van enclaustrando a la Iglesia hacia dentro, convirtiéndola no en una Iglesia que camina y que dialoga, sino en una Iglesia autorreferencial que se va esterilizando poco a poco y se vuelve incapaz de ser fecunda porque pierde dos cosas fundamentales que la hacen madre: la capacidad de sorpresa y la ternura».
Contra todo pronóstico mundano, podemos razonablemente conjeturar que un nuevo brote de fe cristiana se alzará de las cenizas que el materialismo rampante ha dejado luego de consumir la fe que Europa trasplantó a cuatro de los cinco continentes, y que ahora, desde uno de ellos, América, recibe en la persona del Papa Francisco la frescura de una voz trepidante y convincente.