Por Julián López Amozorrutia, sacerdote y rector del Seminario Conciliar de México
Entre las notas de la Iglesia aparece en primer lugar su unidad. Culturalmente, hablar de unidad resulta hoy desafiante, en un mundo que se describe a sí mismo como fragmentado y al mismo tiempo como globalizado.
La comprensión que la Iglesia tiene de sí misma, sin embargo, aunque no ignora los vínculos institucionales que configuran las unidades sociales, identifica las raíces de su propia unidad en el ámbito del misterio, en su referencia a la Santísima Trinidad. Así, el Catecismo enseña ante todo que «la Iglesia es una debido a su origen» (n. 813), y citando al Concilio Vaticano II recuerda que «el modelo y principio supremo de este misterio es la unidad de un solo Dios Padre e Hijo en el Espíritu Santo, en la Trinidad de personas» (Unitatis redintegratio n.2). Lo es también «debido a su Fundador: ‘Pues el mismo Hijo encarnado por su cruz reconcilió a todos los hombres con Dios restituyendo la unidad de todos en un solo pueblo y en un solo cuerpo’ (Gaudium et spes 78,3)» (n.813). Y también «es una debido a su ‘alma'», a saber, el Espíritu Santo «que habita en los creyentes y llena y gobierna a toda la Iglesia, realiza esa admirable comunión de fieles y une a todos en Cristo tan íntimamente que es el Principio de la unidad de la Iglesia» (n.813, citando de nuevo UR, n.2).
A esta perspectiva teologal se debe añadir su concreción histórica, justamente aquellas manifestaciones visibles que permiten captar la unidad más profunda. El Catecismo menciona los tres órdenes característicos de esta unidad exterior: la profesión de fe (unidad doctrinal), la celebración común del culto divino, especialmente en los sacramentos (unidad sacramental) y la estructura apostólica y su sucesión, por medio de la cual se presta el servicio de la integración de los bautizados (unidad jerárquica) (cf. n. 815).
A esta unidad exterior corresponde la unidad interior, o espiritual, por medio de la cual cada bautizado se integra vitalmente a la Iglesia. Se trata del auténtico movimiento de fe interior, por el que se asume en convicción la doctrina profesada; la comunión por la vida de gracia, que realiza la santidad, y la adhesión amorosa y decidida, que se identifica con la caridad.
Hay que destacar que «unidad» no significa «uniformidad». La auténtica riqueza de la comunidad se expresa en la riqueza de sus miembros, que aportan la originalidad de su propia personalidad y la fecundidad de sus propios carismas. Por ello es pertinente la comparación de la Iglesia con un cuerpo, en el que existe diversidad de órganos, que realizan diferentes funciones para el beneficio del organismo en su conjunto. También a ello se refiere el Catecismo:
«Desde el principio, esta Iglesia una se presenta, no obstante, con una gran diversidad que procede a la vez de la variedad de los dones de Dios y de la multiplicidad de las personas que los reciben. En la unidad del Pueblo de Dios se reúnen los diferentes pueblos y culturas. Entre los miembros de la Iglesia existe una diversidad de dones, cargos, condiciones y modos de vida; dentro de la comunión eclesial, existen legítimamente las Iglesias particulares con sus propias tradiciones (Lumen Gentium, n. 13). La gran riqueza de esta diversidad no se opone a la unidad de la Iglesia» (n. 814).
Esta realidad de gracia se convierte, para cada cristiano, en una tarea y responsabilidad, y al mismo tiempo en una escuela de comunión, pues «el pecado y el peso de sus consecuencias amenazan sin cesar el don de la unidad». Por ello «también el apóstol debe exhortar a ‘guardar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz’ (Ef 4,3)» (n. 814).
Lejos, pues, de todo idealismo o triunfalismo, la unidad eclesial se reconoce al mismo tiempo como un don que proviene de su origen divino y como una vocación que debe cultivarse de manera permanente de parte de sus miembros. El realismo de las fracturas y divisiones constituye, por ello, en un nivel, un escándalo y una traición a su propia naturaleza, pero en otro el campo de cultivo para un compromiso siempre creciente. No deja, pues, de ser un espacio de salvación.
Nota publicada en el blog Octavo Día, de El Universal (www. eluniversal.com.mx), el 30 de agosto de 2013.
Publicada con autorización del autor: padre Julián López Amozorrutia.