Por Eugenio Lira Rugarcía, Obispo Auxiliar de Puebla y Secretario General de la CEM

24 Septiembre

Hoy celebramos a nuestra Madre María Santísima en su advocación de Nuestra Señora de la Merced, Patrona de los cristianos cautivos.

En un principio, esta fiesta se instituyó para que aquellos cristianos que habían vuelto a la libertad de su cautividad por parte de los moros, agradecieran a la Virgen su intercesión ante Dios y su ayuda a través de las limosnas recabadas por los miembros de la recién fundada «Orden de los Mercedarios», cuyo fin era precisamente pagar el rescate de los cautivos aunque para ello tuvieran que entregarse ellos mismos como rehenes.

El Papa Inocencio XII extendió la fiesta de Nuestra Señora de la Merced en el año 1696 para recordarnos que la Madre de Dios es también Madre nuestra y que nos ayuda con su intercesión para que el Señor nos libere de las ataduras físicas y morales que no nos dejan ser libres.

Ciertamente, una de estas grandes ataduras es el egoísmo. Cuentan que en cierta ocasión el entrenador de una Universidad tuvo que llamar a uno de los jugadores para decirle: «Veo con preocupación que no te adaptas al equipo», a lo que el muchacho respondió: «No señor; es el equipo el que no se adapta a mí».

A veces somos así; nos sentimos el «centro del universo» y pensamos que los demás, la esposa, el esposo, los hijos, papá y mamá, los hermanos, los amigos, la novia, los compañeros de estudio o de trabajo, la gente que nos rodea, e incluso Dios, están para servirnos. ¿Y qué pasa entonces? Que al querernos imponer nos desubicamos y estallan los conflictos. Porque ¿a quién le va a gustar que le reduzcamos al rango de “cosa” y que le utilicemos como un objeto a nuestro antojo?

Si nos detenemos a pensar, nos daremos cuenta del enorme daño que nos causamos y que provocamos a los demás cuando dejamos que el egoísmo, como un caballo desbocado, salga disparado, hiriendo al jinete y a los que le rodean.

Por eso, en Cristo, Dios nos invita a participar de su vida plena y eterna, mostrándonos el camino: «Si alguno quiere ser el primero, que se haga el servidor de todos» (Mc 9,35). Valorándonos a nosotros mismos y a los demás, seremos capaces de asumir nuestra identidad, y nos realizaremos siendo comprensivos, justos y serviciales, dispuestos a perdonar a los que nos ofenden y a pedir perdón a los que hayamos lastimado.

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