Por Julián López Amozorrutia, sacerdote /
Entre las figuras que permiten vislumbrar el misterio de la Iglesia, destaca en la teología reciente la del «pueblo de Dios». El Concilio Vaticano II quiso, de hecho, en su Constitución Dogmática sobre la Iglesia Lumen Gentium, privilegiarla, dedicándole un capítulo completo.
«En todo tiempo y lugar -leemos en su inicio- ha sido grato a Dios el que le teme y practica la justicia. Sin embargo, quiso santificar y salvar a los hombres no individualmente y aislados, sin conexión entre sí, sino hacer de ellos un pueblo para que le conociera de verdad y le sirviera con una vida santa» (LG, n. 9).
Ya en estas palabras encontramos la línea sobre la que continuará el documento. El marco global es la humanidad entera, en donde se reconoce la bondad a los ojos de Dios de quienes en cualquier momento o lugar practican la justicia y se relacionan convenientemente con Dios. Es al interno de ese universo donde se explicará también el sentido y la misión de la Iglesia Católica. Su vocación fundamental consistirá precisamente en hacer visible y operativa la comunión de los hombres con Dios y de los hombres entre sí, en el orden de la salvación.
El Catecismo puede, en base a ello, enlistar las características de este pueblo (cf. n. 782). Ante todo, su dimensión teologal: es Pueblo de Dios. Este acento necesita ser marcado con claridad, para evitar algunas lecturas horizontalistas que se han hecho en el post-concilio. En segundo lugar, la pertenencia a este Pueblo por medio del Bautismo y la fe en Cristo, lo que se contiene en el Credo al confesar «que hay un solo bautismo para el perdón de los pecados» (Credo Nicenoconstantinopolitano). En tercer lugar, el vínculo vital con Cristo, su Cabeza, de modo que su «misma Unción, el Espíritu Santo, fluye desde la Cabeza al Cuerpo», haciéndolo «Pueblo mesiánico». En cuarto lugar, su identidad en la «dignidad y la libertad de los hijos de Dios, en cuyos corazones habita el Espíritu Santo como en un templo». En quinto lugar, su ley en el mandamiento de amar como Cristo nos amó. En sexto, su misión de ser «sal de la tierra y luz del mundo». Y por último, su destino, «el Reino de Dios, que él mismo comenzó en este mundo, que ha de ser extendido hasta que él mismo lo lleve también a su perfección» (Catecismo, n. 782, citando LG, n. 9).
Conviene destacar la relación de la Iglesia con todos los pueblos en su auténtica visión teologal, que dista de ser una pretensión hegemónica y se entiende más bien como servidora y animadora. Dirigida en su catolicidad a todos los pueblos, hay que decir también que, «como el Reino de Cristo no es de este mundo, la Iglesia o el Pueblo de Dios, introduciendo este reino, no disminuye el bien temporal de ningún pueblo; antes, al contrario, fomenta y asume, y al asumirlas, las purifica, fortalece y eleva, todas las capacidades y riquezas y costumbres de los pueblos en lo que tienen de bueno» (LG, n. 13).
La Iglesia toda en su conjunto y cada uno de sus miembros en particular tienen el deber de considerar frecuentemente su naturaleza, para descubrir si están siendo fieles a su auténtica vocación. El servicio que puede prestar depende de la belleza del mensaje y de la realidad de la que es portadora, es decir, la obra de salvación de Jesucristo. Ello le otorga un valor perenne a lo que anuncia, al mismo tiempo que le exige en su condición peregrina encarnar esos valores en la cultura presente. No deja de recordar, sin embargo, que su morada.
Con permiso expreso del autor.
Publicado en eluniversal.com.mx