Por Felipe J. Monroy | Director de la Revista Vida Nueva México |

Finalmente, tras la indefendible y aún inexplicable estrategia del eufemismo, las cosas se comienzan a decir con claridad en Michoacán: la lucha por hacer pie en un vacío dolorosísimo de toda autoridad lastima y vulnera toda posición privilegiada, pero es el único camino hacia la pacificación de una tierra destrozada y para el consuelo de una población que aún se siente desamparada.

Es verdad que ya no sorprenden los actos violentos o criminales en las diferentes regiones del estado, algunos periodistas y medios de comunicación han denunciado valientemente por años los rostros de este terrible acoso de la maldad encarnizada: poblaciones enteras supeditadas a la voluntad del grupo criminal en turno, tránsito intermitente y riesgoso a lo largo y ancho de las vías de comunicación, ausencia de autoridades legales y legítimas ciudadanas, torpeza en la acción armada por parte del Estado para controlar el crimen, corrupción y complicidad por parte de gobiernos y administradores, clausura circunstancial de modelos intermedios comunitarios o de construcción de tejido social —escuelas, seminario, empresas, iglesias, movimientos ciudadanos, espacios culturales— y la finalmente la contaminación o trastrocamiento de modelos de producción o desarrollo económico. Miguel Patiño Velázquez, el obispo de Apatzingán, lo llama con todas sus letras: “El estado de Michoacán tiene todas las características de un Estado fallido”.

La Conferencia del Episcopado Mexicano ha reconocido que hasta la labor de la Iglesia y sus ministros se ve comprometida: “Nos aflige el hecho de que incluso la atención pastoral a los fieles se esté viendo afectada por las amenazas del crimen organizado, como también lo ha denunciado pública y valientemente Monseñor Javier Navarro Rodríguez, Obispo de Zamora”.

Michoacán podría ser tan sólo un pequeño ejemplo de cómo la indolencia o el eufemismo político ante el drama también han sido parte del problema que mantiene de rodillas a la población. Minimizar la crisis social o embestir la tragedia que viven muchas comunidades con arrogancia e ínfulas de  suficiencia han sido posiciones de comodidad frente al verdadero problema que lacera la vida cotidiana. En el tercer mensaje que el obispo de Apatzingán hace con respecto al problema de la violencia indómita dibuja el modelo que la Iglesia tiene para ofrecer: construir ejemplos de paz mediante la enseñanza y una nunca más necesaria y oportuna pastoral del consuelo: “para la atención a las víctimas de la violencia y ayudarles en su proceso de sanación para evitar que con el tiempo ellos se conviertan en victimarios”.
Patiño invita con esta valerosa carta a hacer pie en el dolor y el desamparo de la gente, despojándose de todo lo superficial o accesorio: “queremos invitar a nuestro pueblo a unirse, a formar comunidad y ser solidarios unos con otros porque sólo así podemos solucionar la problemática que enfrentamos” y conservando la fe y la esperanza.

Quizá no valga ya la pena preguntarse porqué casi media década de denuncias concretas de obispos, sacerdotes, religiosas y laicos de las diferentes localidades del país* cayeron en oídos sordos pero el que varias instancias sociales se reconozcan junto a las víctimas de este “Estado fallido” habla ya de un cambio de piel y puede ser el inicio de una mayor sensibilidad ante la angustiante realidad de quienes habitan esta dolorosa periferia, habla de expresiones más concretas de fraternidad y solidaridad, de nuevas esperanzas para la pacificación; en fin, convoca a la búsqueda de una nueva sociedad animada en mutua corresponsabilidad y cimentada en los valores de la vida, de la dignidad humana y de la libertad.

Por favor, síguenos y comparte: