Por Arturo Zárate Ruiz

Por supuesto, Cristo es Rey. Y todo debe estar ordenado y sometido a sus mandatos.  Así lo proclama san Pablo: «Dios lo exaltó y le dio el Nombre que está sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús, se doble toda rodilla en el cielo, en la tierra y en los abismos, y toda lengua proclame para gloria de Dios Padre: “Jesucristo es el Señor”».

Que sea así no quiere decir que Dios tenga que encargarse directamente de todos los asuntos humanos.  Aun cualquier papá espera que sus hijos, desde pequeños, se abrochen por sí mismos las agujetas de sus zapatos, y les da la libertad para que escojan, si saben hacerlo, los nudos que se les dé la gana: el de la abuela, del cirujano, el doble corredizo, etc.

De hecho, cuando un seguidor de Jesús le pidió «Maestro, dile a mi hermano que comparta conmigo la herencia», el Señor le respondió «Amigo,  ¿quién me ha constituido juez o árbitro entre ustedes», y señaló: «Ustedes saben discernir el aspecto de la tierra y del cielo… ¿Por qué no juzgan ustedes mismos lo que es justo?»

Autoridad

Por lo que conviene reconocer a la autoridad pública.  El mismo Catecismo lo dice: «Toda comunidad humana necesita una autoridad para mantenerse y desarrollarse».  Y que así lo diga se funda en san Pablo: «Sométanse todos a las autoridades constituidas, pues no hay autoridad que no provenga de Dios, y las que existen, por Dios han sido constituidas. De modo que, quien se opone a la autoridad, se rebela contra el orden divino, y los rebeldes se atraerán sobre sí mismos la condenación».

Que sea así no quiere decir que si Nerón gobierna, a perseguir y quemar cristianos, o si Hitler, judíos. Por ello el Catecismo también indica: «La autoridad se ejerce de manera legítima si se aplica a la prosecución del bien común de la sociedad. Para alcanzarlo debe emplear medios moralmente aceptables». Precisa que el bien común requiere el respeto de cada persona en cuanto tal, el bienestar social y desarrollo del grupo, y la estabilidad y la seguridad de un orden justo.  Y dice que el «orden tiene por base la verdad, se edifica en la justicia, es vivificado por el amor». De cumplirse todo esto, el Catecismo señala, «La diversidad de regímenes políticos es legítima, con tal de que promuevan el bien de
la comunidad».

Ahora bien, es cierto que no hay gobierno humano perfecto. Aun los países nórdicos en Europa, con bajísimos índices de corrupción, se permiten sobornos jugosos en el extranjero para avanzar en su dominio económico en países pobres.  ¿Quiere decir esto que no se debe reconocer de ningún modo a sus gobiernos?

La Iglesia

Frente a la injusticia uno no debe cruzarse de brazos.  Puede uno, por los medios pacíficos existentes, corregir lo que anda mal.  También puede uno rechazar el participar en la iniquidad mediante la objeción de conciencia.  Si a uno lo envían a la cárcel, puede uno dar testimonio de rectitud desde allí.  Lo que no se debe hacer es que, por un quítame esta paja, se manden al carajo todas las instituciones.  El Catecismo advierte que la rebelión, «el empleo de las armas no entrañe males y desórdenes más graves que el mal que se pretende eliminar».  La opción más probable sería ésta: así como uno no es perfecto personalmente y debe educarse y crecer en virtud con el tiempo, del mismo modo deben hacerlo los grupos sociales y las naciones.

A la Iglesia no le correspondería sustituir el gobierno civil.  Después de todo, nuestros jerarcas son también humanos, pecadores como cualquiera de nosotros, por lo cual no garantizan por sí mismos un paraíso en este mundo.  A la Iglesia le corresponde anunciar el Evangelio y ser ministra de la gracia de Nuestro Señor Jesucristo.  Con esa Buena Nueva y con esa gracia es que ya personalmente, ya como grupo, ya como nación podemos crecer en virtud y alcanzar gobiernos civiles óptimos.

Por supuesto, a la Iglesia le corresponde también defender su ámbito y no autorizar que los gobiernos civiles se arroguen funciones suyas, como el nombrar obispos, como ocurre cuando se da el “conflicto de las investiduras”. Pero eso es otro tema para otra ocasión.


 

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