Reseña de un artículo del padre Juan Manuel Galaviz Herrera, SSP

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En esta bulliciosa galería de tipos y circunstancias que es El Periquillo Sarniento  no podían faltar episodios en que los eclesiásticos ocuparan el lugar principal. Repasándolos, nos damos cuenta de la altísima estima con que Fernández de Lizardi, “el Pensador Mexicano”, miraba la misión del sacerdote. Por el mismo motivo emplea colores violentos cuando pinta la conducta de ministros tibios o relajados. A éstos no les agradará la novela.

Su definición del sacerdocio

Si todavía hay quien catalogue a Fernández de Lizardi como anticlerical empedernido, lea esta definición que da del sacerdote, poniéndola en boca de don Manuel Sarmiento, padre del Periquillo:

“¿Tú sabes qué cosa es y debe ser un sacerdote? Seguramente que no. Pues oye: un sacerdote es un sabio de la ley, un doctor de la fe, la sal de la tierra y la luz del mundo… cuando vemos tantos sacerdotes sabios y virtuosos que ya viejos, enfermos y cansados, con las cabezas trémulas y blancas, en fuerza de la edad y del estudio, aún no dejan los libros de las manos; aún no comprenden bastante los arcanos de la teología; aún se oscurecen a su penetración muchos lugares de la sagrada Biblia; aún se confiesan siempre discípulos de los santos padres y doctores de la Iglesia, y se conocen indignos del sagrado carácter que los condecora, ¿qué juicio haremos de la dignidad del sacerdocio? ¿Y cómo nos convenceremos del gran fondo de santidad y sabiduría que requiere un estado tan sublime en los que sean sus individuos?”

Periquillo, entre las innumerables locuras de su vida, tuvo también la de intentar hacerse clérigo, “para tener dinero sin trabajar”. Fallado este intento, probó la vida conventual, pensando –el incauto– que con hacerse fraile escaparía de las fatigas de quienes siguen un oficio manual, y desoyendo las graves observaciones de su padre:

“El mundo quiere que los que siguen la virtud sean muy perfectos; nada les dispensa, todo les nota, les advierte y moteja con el mayor escrúpulo, y de aquí es que los mundanos fácilmente disculpan los vicios más groseros de los otros mundanos; pero se escandalizan grandemente si advierten algunos en éste o el otro religioso o alma dedicada a la virtud”.

Muy pronto se arrepintió Periquillo de aquella resolución desafortunada de hacerse fraile; resolución que no lo hizo feliz ni un solo día de los que pasó en el convento, donde –dice– “tomé el hábito, pero no me desnudé de mis malas cualidades; yo me vi vestido de religioso y mezclado con ellos, pero no sentí en mi interior la más mínima mutación: me quedé tan malo como siempre, y entonces experimenté por mi mismo que el hábito no hace al monje”.

Lo que “el Pensador mexicano” reclama del sacerdote

De los párrafos anteriores ya pueden deducirse las exigencias que Fernández de Lizardi pone a quienes siguen el camino del sacerdocio. Tres parecen ser las cualidades que mayormente reclama en los ministros de la Iglesia: que tengan vocación, que sean instruidos y que sobresalgan en caridad.

a) Que tengan vocación

Un asunto que Fernández de Lizardi juzga esencial en la realización de la persona es la vocación, y más en el caso de los sacerdotes y religiosos, por tratarse de vocaciones especialísimas. El hecho de que muchos sigan estos caminos sin verdadera vocación, “el Pensador Mexicano” lo cataloga entre las causas primordiales del relajamiento en los eclesiásticos: no sintiéndose felices en el género de vida que están siguiendo, se inclinan a buscar una compensación en las satisfacciones y vanidades del mundo.

La carencia de vocación, así como conduce a una vida relajada, es fuente de insatisfacción y continuas amarguras; la verdadera vocación, en cambio, general felicidad y hace  llevaderas  las  fatigas.   “Cuidado, hijos míos, cuidado con errar la vocación, sea cual fuere, cuidado con entrar en un estado sin consultar más que con vuestro amor propio, y cuidado por fin, con echaros cargas encima que no podéis tolerar, porque pereceréis debajo de ellas”.

b) Que sean instruidos

Cuando Periquillo, mal aconsejado, pretende hacerse clérigo, cándidamente le confiesa a su padre que se conformará con estudiar un poco de moral, “pues me dicen que para ser vicario o cuando más un triste cura, con eso sobra”. Recibe como respuesta una seria reprimenda:

“¡Vea usted! Esas opiniones erróneas son las que pervierten a los muchachos. Así pierden el amor a las ciencias, así se extravían y se abandonan, así se empapan en unas ideas las más mezquinas y abrazan la carrera eclesiástica, porque les parece la más fácil de aprender, la más socorrida y la que necesita menos ciencia.

“En efecto, hijo, yo conozco varios vicarios imbuidos en la detestable máxima que te han inspirado de que no es menester saber mucho para ser sacerdotes, y he visto, por desgracia, que algunos han soltado el acocote para tomar el cáliz, o se han desnudado la pechera de arrieros para vestirse la casulla, se han echado con las petacas y se han metido a lo que no eran llamados; pero no creas tú, Pedro, que una mal mascada gramática y una  mal digerida moral bastan, como piensas, para ser buenos sacerdotes y ejercer dignamente el terrible cargo de cura de almas”.

c) Que tengan caridad

En diversas ocasiones reprueba Fernández de Lizardi la codicia y tacañería que se da en algunos ministros de la Iglesia, y expresamente la señala como lo más contrario al carácter sacerdotal, en que debe campear un amor desinteresado y generoso.

Para pintar con toda su fealdad los extremos a que puede llegar un eclesiástico codicioso, “el Pensador Mexicano” crea un personaje –el cura de Tixtla–, en que se ve a las claras que ni la instrucción ni las buenas maneras ni el aparente celo son virtudes suficientes cuando al sacerdote le falta el necesario desinterés.

Para una cabal comprensión de cuanto “el Pensador Mexicano” quiere indicar con este episodio, habría que leer íntegramente el capítulo XIII de la segunda parte de El Periquillo Sarniento.

 

 

 

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