Por Jorge E. Traslosheros H. |
Los obispos mexicanos cerraron el año litúrgico a tambor batiente. Celebraron su 96ª Asamblea Plenaria y participaron en el Encuentro Continental celebrado en la Basílica de Guadalupe. Al magno evento, convocado por uno de los movimientos laicales más entusiastas de la Iglesia como son los Caballeros de Colón, asistieron obispos, religiosos y laicos del continente americano. En ambos casos el tema fue la nueva evangelización.
El Papa entregó un mensaje grabado a la Iglesia congregada en el Tepeyac. Sus palabras, de aliento y esperanza, insistieron en: poner a la Iglesia en estado permanente de misión, en armonía con la reunión de Aparecida; acudir a las periferias sociales y existenciales donde el anuncio del Evangelio es urgente; derrotar la tentación del clericalismo para poner en movimiento al conjunto de la Iglesia y; centrar el anuncio en la belleza del amor de Dios que nos habla del encuentro con nuestros hermanos y con Cristo, muerto y resucitado.
Al reflexionar en las palabras de Francisco -lo que resulta inevitable y cotidiano-, recordé el mensaje de la Provincia Eclesiástica de Acapulco que reúne al arzobispo del puerto con los obispos de Chilpancingo-Chilapa, Tlapa y Ciudad Altamirano. Por desgracia, pasó casi desapercibido a los medios de comunicación. Sus palabras, publicadas a finales de Octubre, están en sintonía con lo dicho por el Papa, entre otras cosas, porque no han tenido que acudir a periferia social y existencial alguna, por la simple razón de que viven en ellas. Han sido la voz de una sociedad e Iglesia, en este orden, que sufre de tormentas, violencia y olvido cotidianos.
Su mensaje es un llamado a las autoridades, sociedad civil e Iglesia de Guerrero para enfrentar, juntos, las violencias “patentes y latentes” con “responsabilidad compartida”. Los obispos, ante la tormenta que devastó el Estado, ven dos posibilidades; deslizarse a la tierra del olvido dejando a la población a merced de su mala suerte y en las garras del crimen organizado: o bien, aprovechar la oportunidad para una acción coordinada entre las autoridades y la sociedad civil, en donde ésta “tenga una decisiva participación en los esquemas de seguridad como un componente fundamental de la construcción de la paz”. Palabras que suelen intimidar a los políticos quienes ven en las iniciativas autónomas una amenaza a su siempre deseado control social, pero que están en el corazón mismo del Evangelio: quien quiera la paz, que trabaje por la justicia.
Los obispos propusieron siete medidas para que la reconstrucción, la paz y la justicia vayan de la mano en beneficio de los habitantes de Guerrero. Las podemos sintetizar en dos grandes rubros: uno, abrir cauces a la participación de la sociedad civil con información objetiva, de suerte que pueda “colaborar de manera consciente, libre y responsable”; dos, que la reconstrucción tengan como horizonte a las comunidades, no sólo la necesaria infraestructura, de modo que fortalezca los lazos de relación y se reconstruya el tejido social tomando en cuenta, siempre, la palabra, organización y cultura de los lugareños.
Termina el mensaje ofreciendo los esfuerzos de la Iglesia para mejorar las condiciones de vida familiares y comunitarias, al tiempo de animar a las personas a colaborar y hacerse responsables de su futuro. Los obispos de aquella lejana provincia han sido una voz que clama por la paz y la justicia, para evangelizar desde la periferia mexicana. En el Tepeyac, seguro, una muchacha sonrió entusiasmada.
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