Por Antonio Maza Pereda |

En nuestra cultura mexicana el día de difuntos es muy especial. Inspirados por nuestras raíces indígenas y españolas, para los mexicanos es claro que nuestros muertos están vivos, y muy vivos. Para nosotros, ellos siguen estando presentes, no sólo en nuestra memoria sino, de un modo muy especial, viviendo en la casa de nuestro Padre, en espera del momento glorioso en que todos nosotros resucitaremos.

Nuestras creencias católicas nos hacen ver que nuestros muertos están en comunión con nosotros. Cuando, al recitar nuestro Credo, decimos: «creo en la comunión de los santos», nos referimos precisamente a la unión que existe entre todos los que creemos en Jesús: los que vivimos —la Iglesia militante—, las benditas almas que están en el Purgatorio y los que ya gozan de la presencia de Dios —la Iglesia triunfante—. Creemos que entre todos nosotros hay una unión, una comunión. Rezamos por las almas de nuestros difuntos; pedimos a nuestros santos, también difuntos, que recen por nosotros; y los que todavía estamos vivos rezamos los unos por los otros.

Sabemos que la muerte es sólo temporal: que Jesús mismo vendrá a resucitarnos a todos en el día final. Y por eso para nosotros la celebración del día de difuntos no es un día de tristeza, no es un día de recuerdo macabro de la fragilidad de nuestra vida y lo corto de su duración. Sabemos que hemos sido creados para vivir por siempre. Sabemos que nuestro Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, nos ha prometido la vida eterna.

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