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En este tiempo de Adviento, hoy celebramos el Día Internacional de la Solidaridad Humana. La solidaridad forma parte de la naturaleza social de la persona. Manifiesta la igualdad de todos en dignidad y derechos, y el camino común que debemos recorrer hacia la unidad en la legítima diversidad.

En la actualidad, los medios de comunicación, las redes sociales y el intercambio comercial han favorecido las relaciones entre las personas y los pueblos. Sin embargo, por desgracia persisten desigualdades terribles, provocadas por diversas formas de injusticia, explotación, opresión, violencia, impunidad y corrupción. Esta inequidad hace inalcanzable el deseo común de seguridad y paz.

“Es el mal cristalizado en estructuras sociales injustas, a partir del cual no puede esperarse un futuro mejor”, señala el Papa Francisco, quien advierte: “la solución nunca consistirá en escapar de una relación personal y comprometida con Dios que al mismo tiempo nos comprometa con los otros”. Ese compromiso se hace concreto en la solidaridad, que el beato Juan Pablo II definía como “la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien de todos y de cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos”.

Descubriendo la grandeza, dignidad y derechos de toda persona, seremos capaces de colaborar en la creación de condiciones que hagan posible a todos un auténtico desarrollo integral, abierto a las generaciones presentes y futuras.

Por eso, la solidaridad ha de impulsar el conocimiento, el cuidado y la transmisión del patrimonio común, constituido por la cultura, el conocimiento científico y tecnológico, los bienes materiales e inmateriales fruto de la actividad humana, así como el don de la fe. También debe traducirse en la creación y mejora de leyes y reglas de mercado, y en el cuidado de la naturaleza. Todo esto con la convicción de que, como en el caso del cuerpo humano, el bien de un miembro favorece al resto del organismo.

Ciertamente, Jesús de Nazaret es modelo de esta virtud: Él, al encarnarse de la Virgen María y nacer en Belén, se hizo solidario con la humanidad, hasta dar su vida para comunicarnos al Espíritu Santo, convocarnos en su Iglesia y hacernos partícipes de la vida plena y eternamente feliz de Dios.

Juan el Bautista, invitándonos a preparar el camino del Señor, exclama: “Quien tenga dos túnicas, que dé una al que no tiene ninguna” (Lc 3,10). Meditando estas palabras, san Gregorio Magno comenta: “No puede decirse que ama a su prójimo el que no comparte con él… se nos dice que demos al prójimo una túnica cuando tengamos dos; porque si sólo tenemos una y la dividimos, ni se viste uno, ni se viste el otro”.

Es claro; Dios no nos pide imposibles, sino que hagamos todo lo que podamos por el prójimo, cuidando especialmente, como lo ha pedido el Papa, a los sin techo, a los toxicodependientes, a los refugiados, a los indígenas, a los ancianos, a los migrantes, a las víctimas de la trata de personas, a las mujeres, a los niños por nacer, a los discapacitados y al conjunto de la creación.

Hagámoslo con convicciones claras y tenacidad, teniendo en cuenta que, el crecimiento en equidad, “requiere decisiones, programas, mecanismos y procesos específicamente orientados a una mejor distribución del ingreso, a una creación de fuentes de trabajo, a una promoción integral de los pobres que supere el mero asistencialismo”.

 

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