Por Juan Gaitán |

El día de una de mis reconversiones fue ése de la joven embarazada en la línea 3 del metro de la Ciudad de México. Ella vendía diminutos botes de agua enjabonada para hacer burbujas por cinco pesos. Yo leía La piel del cielo, de Poniatowska, justo en las páginas en las que Lorenzo se muda a las calles, harto del sistema, para luchar por los derechos del proletariado junto a José Revueltas.

Lorenzo no era un mal muchacho. Después de haber leído la historia de su infancia, yo no lo podría juzgar por el modo como manejó su vida sexual durante su juventud, o por convertirse en un outsider en los criterios de Diego Beristáin. De los hijos que no reconocía públicamente el señor De Tena, Lorenzo era el mayor. Huérfano de madre desde pequeño. No entiendo por qué me doy razones.

Aún no sé cómo habrá de terminar la historia. Ni la de Lorenzo ni la de la joven mujer embarazada. Casi dejo en esa página una lágrima. ¿Cómo conciliar una moneda de cinco pesos con el entramado social bien tejido, en el que cada hilo permanece en su sitio, aunque esté a punto de reventar dolorosamente?

Le hice caso al Papa y miré a los ojos a la joven como intentando decirle: ánimo, tu bebé y tú saldrán de ésta, Dios contigo.

Ahí está el problema, en que viajo en metro y no lloro. ¿Pero por qué habría de llorar? Por eso precisamente, porque no descubro cuál es el problema, que también es mi problema. Algo hay ahí, en cada mirada, en la joven embarazada, miembro del cotidiano subempleo latinoamericano. Algo hay ahí.

No soy grillo, no podría. Estoy convencido de que la solución (no sé a qué) no vendrá de los políticos. Tampoco es que yo desee experimentar el dolor de los que sufren como antes lo deseaba. No le veo mucho sentido.

Quisiera platicar con la joven, preguntarle por el nombre que ha pensado para su bebé, pero ella debía seguir trabajando y yo debía llegar a casa (ese verbo, deber, aplicado a tales pequeñeces, me ha generado conflicto desde niño). Poder decir yo sé lo que es eso vale más que cualquiera de mis ensayos de Teología; la empatía, si no es experiencial, no existe, pero, pero, pero no sé.

Aunque me siento mal por desearlo sin comprometerme, creo que la joven logrará criar un niño hermoso, como los lirios del campo logran vestirse más bellos que Salomón. El problema es que hay personas que prefieren pisar los lirios del campo hasta matarlos, que caminar por la vereda. Probablemente son hombres como el hijo de la joven del metro, que nacieron en un pobre pesebre de Belén, tras nueve indescriptibles meses de trabajo en los vagones de metro soplando aliento de vida para generar pompas de jabón que han de llevar las tortillas a la mesa.

No logro comprender, no sé si alguien lo haya logrado. Es duro, duro como mi corazón. Duro no saber cómo poner mis manos en acción, duro que mi preocupación sea mi propio futuro, duro no ser sopa caliente para el mendigo.

Así fue el día de mi reconversión. Me desprendí de cinco pesos: El peso del olvido, no debo olvidar la oración, la intimidad con Cristo que recorre día con día los vagones del metro de la Ciudad de México, esa Luz en el camino; el peso de la rutina, que me lo ofrece todo, incluso serenidad; el peso del no ser agradecido por los lirios del campo; el peso de la distancia que hay entre mi yo y mi yo; y el peso, el más agotador de todos, el peso que me encorva, que me aletarga, me amodorra, me derriba, me mata poco a poco: el peso de no llorar.

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