Por Jaime Septién

La renuncia de Benedicto XVI dio la vuelta al mundo en cuestión de segundos. Pocos fueron los periodistas que, entonces, destacaron lo esencial: la humildad de un hombre que tiene fe y que sabe que puede servir mejor a la Iglesia orando por ella y no desde una edad avanzada, en medio de un ritmo digital que no para un segundo.

El acto colosal de Benedicto XVI fue saludado por la prensa como un signo de decadencia de la Iglesia católica. De inmediato se armaron las cábalas, Los “vaticanistas” propusieron ternas; los “enterados” hablaron de un acto desesperado; los pesimistas sacaron a san Malaquías del desván; los esotéricos a Nostradamus; los que odian a la Iglesia dieron brillo a sus trompetas para anunciar la segunda caída de Roma.

Nadie –absolutamente nadie—le atinó. El Espíritu Santo sopló sobre un cardenal argentino, venido desde el fin del mundo, para mostrar –con la sencillez y la perspicacia de un jesuita– la necesidad de verdad que tiene el hombre de hoy.

Pero todo comenzó con un acto de humildad, aquél 11 de febrero de 2013, del cual todos guardamos memoria de lo que estábamos haciendo cuando nos enteramos de la noticia. Han sido 365 días de fiesta; de abrir las puertas y las ventanas; de llenarnos de aire fresco. El olor del cristianismo recién horneado –ése de las comunidades primitivas, de la Iglesia de los pobres y para los pobres—llegó con la maravillosa dupla de Benedicto y Francisco.

Somos, pues, privilegiados de vivir esta etapa de la historia de la Iglesia: hay que decirlo a nuestros hijos, y al de al lado. Esto es un milagro: la piedra que desecharon los vaticanistas, es ahora la piedra angular. La humildad de Benedicto fue invencible.

Por favor, síguenos y comparte: