Por Jorge E. Traslosheros H. |
Para que la cuña apriete ha de ser del mismo palo. Nunca mejor dicho, ahora que el Papa Francisco ha emprendido la reforma silenciosa a los institutos de vida religiosa. No es que estemos ante un cambio realizado con sigilo, sino que ha quedado fuera del radar de los medios de comunicación, no obstante su trascendencia. Incluso, ya anunció un año dedicado al asunto, a partir de octubre del 2014.
El diagnóstico de Francisco sobre la actual crisis es muy preciso. Se ha referido al problema en distintas ocasiones, notoriamente en el encuentro con los religiosos de la Unión de Superiores Generales. La raíz del problema es que han perdido el diálogo entre el carisma original, que nutre la vida de cada institución y de cada religioso, con la realidad en la cual están insertos. Bien dijo: “el carisma es uno, pero como decía san Ignacio de Loyola, es necesario vivirlo según los lugares, los momentos y las personas”.
El diálogo surge cuando se reconoce la primacía de la realidad sobre la idea, y se aprende a observarla desde las periferias sociales y existenciales, siempre a la luz del Evangelio. Cuando se pierde, entonces se presentan los vicios del clericalismo, la tibieza evangélica, la torpeza en la formación de los religiosos, la falta de contacto con los problemas cotidianos y la ideologización de la fe expresada a través del fundamentalismo o del “progresismo adolescente”, como atinadamente le ha llamado el Papa a la seducción de la corrección política.
Francisco también ha señalado las líneas maestras de la reforma. Los institutos de la vida religiosa necesitan de sus dos piernas para aventurarse en tierras ignotas cuantas veces sea necesario. Éstas son: fidelidad al carisma original y comunión plena con la Iglesia. En ambos casos, vividos con generosidad, sin regateos ni excusas.
El impulso reformador está en el corazón de Francisco, pero ya se venía cocinando desde los tiempos de Benedicto, cuando intervino a los Legionarios y ordenó la visita a la organización de las superioras religiosas de Estados Unidos, enfermas de progresismo, entre otras iniciativas ejemplares que de inmediato confirmó Francisco.
El Papa Bergoglio es la persona más indicada para emprender tan valiente empresa. Se formó como jesuita bajo el proceso reformador del P. Pedro Arrupe, un hombre lleno de Dios, misionero en Japón, provincial de la Compañía en aquella tierra y sobreviviente del bombardeo a Hiroshima. Tampoco es casualidad, sino “diosidencia”, que el actual general de la Compañía, el P. Adolfo Nicolás, provenga del Japón y presida a los religiosos del mundo desde el inicio del pontificado de Francisco.
Jorge Bergoglio vivió en carne propia las implicaciones de reformar una orden religiosa, así por la esperanza profética que desencadena, como por los desvíos y desvaríos arreados por tendencias refractarias al cambio o por acelerones del progresismo adolescente que, en ambos casos, comprometen la comunión eclesial.
Cuando Francisco dice que prefiere una Iglesia accidentada por ser fiel a su misión, en lugar de otra enferma por temor al mundo, tan sólo comparte desde lo profundo de su alma su experiencia de vida como laico, jesuita, sacerdote, obispo, cardenal y Papa que, en etapas sucesivas de su vida, ha decidido caminar con Dios, edificar la Iglesia y proclamar el Evangelio. Ahora ya sabemos la calidad de la cuña que mueve la reforma de la vida religiosa y el rumbo que ha tomado. Seguiremos.
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