OCTAVO DÍA |Por Julián López Amozorrutia, rector del Seminario Conciliar de México |

Contra la violencia, por supuesto. En cualquiera de sus manifestaciones. Tanto la que se ejerce contra mujeres y niños como la que se aprovecha del infortunio de migrantes, enfermos o cualquier persona en condiciones de necesidad. También la que adquiere formas institucionalizadas -legales o ilegales- o la que se acumula en injusticias contenidas y luego explota incontrolable. Contra la franca y contra la irónica. Así nos pronunciamos.

Pero muchas campañas bien intencionadas riegan con su discurso un ambiente que termina por cultivar lo que querían combatir. Agreden para hacernos cobrar conciencia, para incomodarnos, pero al hacerlo lanzan también una información que reproduce en la memoria sus imágenes, enturbiando aún más el ambiente. Niños pequeños absorben su contenido, sin haber discernido lo que se intentaba comunicar.

Nos hace falta reposicionar la cortesía. No la amabilidad esquiva, sobrecargada en nuestra tierra de diminutivos, sino la llana y sencilla cortesía. La que está abierta con sinceridad a la necesidad del prójimo, y procura su bien sin alardeos. Promover de manera positiva lo que establece cauces reales de encuentro.

En una homilía que ha generado varios ecos afortunados, el Papa Francisco hablaba de la familia y de las «palabras claves de la convivencia». En su versión española, refirieron tres: «Por favor», «perdona» y «gracias». Minucias. Pequeños ejercicios de disciplina que disponen el corazón de modo favorable ante los demás, que vencen el narcisismo (¡raíz viscosa de tantas enfermedades modernas!) y establecen puentes eficaces de comunicación.

Es verdad que a veces, como formulismos vacíos de significado, son cuestionables. Pero aún entonces, aunque sólo fuera como «buenas maneras», establecen un marco de referencia que nos ayuda a recordar su razón de ser.

Si las miramos con atención, son medicina contra la violencia. Suponen siempre el respeto que el otro merece, y su inviolable dignidad, por encima incluso de reclamos válidos. Encuadran la relación en el reconocimiento irrefragable de la alteridad.

Pero no sólo garantizan la valoración del prójimo. En su sencillez, pulen nuestra propia humanidad. En el fondo, el violento desconoce su propia valía. La imposición aguerrida de su voluntad -el capricho-, además de proyectar un infantilismo no superado, lleva al fracaso las propias aspiraciones de felicidad. Mientras tanto, hace daño. El mal del que es culpable se extiende al mal que padece la víctima, en un círculo perverso y degradante.

Las minucias de la cortesía pueden invertir ese círculo. En el orden de la justicia, la condescendencia abre puertas de solidaridad. Cuando se enfrenta la injusticia -donde, evidentemente, un «por favor», un «perdona» o un «gracias» no tienen cabida-, la cortesía no es pasividad, sino dominio de sí, creatividad y, sobre todo, ponerse del lado de la víctima no sólo para exigir justicia, sino también para acompañar, para consolar, para curar sus heridas. Es volver a afirmar su valor no como un favor, sino como una convicción innegociable. ¡Cuántas veces he sido testigo de acciones justicieras de parte de defensores de las víctimas que, una vez satisfecho el deseo de venganza y muy cumplida en su interior la alegría de su honorabilidad, abandonan finalmente a la víctima, que se intuye doblemente victimizada!

Existe el testimonio de que Teresa de Calcuta, «no permitiendo al sufrimiento interior que se convirtiera en una justificación a una falta de caridad, se esforzaba por tener una sonrisa pronta, una palabra gentil y un gesto de bienvenida para cualquiera», y ello mismo esperaba de las hermanas de su congregación. A ellas les indicaba: «Sean gentiles una con la otra. Prefiero que cometan errores con gentileza y no que hagan milagros con falta de cortesía» (B. Kolodiejchuk, Madre Teresa. Sii la mia luce, Milano 2007, 204). Una enorme fecundidad se derivaba, sin duda, de esta delicadeza.

Publicado en el blog Octavo Día, de El Universal (www. eluniversal.com.mx), el 21 de febrero de 2014. Reproducido con autorización del autor: padre Julián López Amozorrutia. 

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