Por Mónica Muñoz |

Recuerdo una frase muy  utilizada por mucha gente: “Yo perdono, pero no olvido”.  Decía el Papa Pío XII: “No he escuchado una frase más anticristiana que ésta”. Y es que es verdad, la persona que guarda rencor se desgasta pensando en su odio y en cómo desquitarse de quien le hizo daño, si realmente así fue, en lugar de olvidar las acciones que lo hicieron sentir mal y seguir adelante.

Por supuesto que es difícil aparentar que nada pasó, cuando alguien nos ofende sentimos nuestro orgullo lastimado y deseamos hacerle pagar con creces a quien se atrevió a insultarnos.  Sin embargo, no nos detenemos a pensar en que la otra persona también puede tener razones para sentirse ofendida.  Es cuestión de analizar la situación y aplicar un poco de justicia, es decir, colocar sobre la balanza las palabras y obras que cada quien realizó para determinar si vale la pena enojarse tanto por ellas, o peor aún, conservarlas eternamente en el corazón.

A veces ocurre que, hay personas tan sensibles, que el mínimo desdén les parece un insulto grave, una palabra dicha con descuido, sin intención de causar daño, es para su modo de ver una injuria tremenda.  Y luego resulta que el “ofensor” ni siquiera repara en el efecto que han causado sus palabras.

Hace muchos años, cuando andaba de misiones, impartíamos unos temas a las familias que se nos encomendaba visitar.  Entre ellos había unos que se llamaban “Modos de amar”, tomados del libro “Fichero de la personalidad» del Padre Roldán, S.J. Entre los bellos consejos mencionados por el sacerdote, todos dirigidos a hacer del cristiano una mejor persona, había uno que recomendaba “perdonar y olvidar”, donde comentaba la necesidad de no sólo decir “te perdono”, sino esforzarse en no echar en cara dicha acción, de manera especial, hacía hincapié en el perdón ofrecido por Dios a la persona pecadora.  Así decía el sacerdote:

 “¿Qué tal que después de cada pecado se mostrara Dios tan frío e indiferente con nosotros, como nosotros nos mostramos para con los que nos ofenden? ¡Estaríamos irremediablemente perdidos!  El Señor sabe que lo ofendemos más por «débiles» que por «malos» y nos perdona con magnificencia. Pero nos pide observar ese mismo procedimiento respecto a nuestros ofensores: ver más debilidad que maldad, en sus ofensas.”

Y para conseguir pronto y con eficacia dicho objetivo, concluía: “Ah, un consejo muy sicológico, pero que tiene unos efectos casi mágicos: recemos por los que nos han ofendido. «Es casi imposible odiar a una persona por la cual uno reza con frecuencia». Ésta era una enseñanza impartida por Mons. Fulton John Sheen.

Porque, aunque no lo crean, esta fórmula funciona: rezar por la persona que nos ha ofendido es un bálsamo para las heridas, ayuda a ver con benevolencia al ofensor y finalmente consigue el olvido.  Y creo también que es importante darnos cuenta que todos tenemos fallas y errores, y debemos ser menos severos con quienes tenemos dificultades.  Cierto, parece que pido un imposible, creo que casi todos hemos tenido enfrentamientos que distancian amistades y hasta familias y que, por un orgullo mal entendido, en casos extremos provoca que nunca más se vuelvan a ver.  Y luego resulta que, alguno fallece y se va sin arreglar cuentas con esos seres queridos que han formado parte de su vida, ¿y eso a qué conduce? Pues, sinceramente, a nada productivo.  Lo único que se saca de esa situación es desasosiego, incomodidad y hasta enfermedades físicas.

Es necesario que reflexionemos acerca de los sentimientos negativos que nos quitan la paz y que pongamos remedio antes de que se acumulen tanto que terminen por estallar, causando daños irreparables, sobre todo si de la familia se trata.  Algo que siempre digo y que puede parecer chocante es que no soy adivina, si supiéramos en su momento que hemos lastimado a alguien, podríamos corregir ofreciendo una disculpa amable, pero obviamente, esas acciones deben practicarse con humildad y hacerlas parte de nuestra personalidad, porque no es sencillo reconocer una falta y menos pedir perdón.  Sin embargo, vale la pena hacerlo, pues quien así se conduce da muestras de magnanimidad y verdadero amor, sanando las relaciones importantes.

Recordemos las palabras de la oración más grande del cristianismo, en la que el mismo Jesús nos ha enseñado a pedir al Padre: “Perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”, porque si actuamos de esa manera, aseguraremos la paz en nuestras familias y la vida eterna.

 

 

 

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