OCTAVO DÍA | Por Julián López Amozorrutia, rector del Seminario Conciliar de México |

Todo exceso termina en basura. Y es cadena de ocultas esclavitudes. Veleidad, superficialidad, frivolidad. Una mente estancada en banalidades y un corazón hartándose de vacíos.

La Cuaresma persevera en el ayuno como escuela de realismo. No para renunciar a la alegría de las satisfacciones, sino para no estacionarse en espejismos inútiles.

«No sólo de pan vive el hombre», dijo el nazareno (Mt 4,4). Y con ello no renunció a la bondad del pan. Ante multitudes hambrientas, lo repartió milagrosamente, y al fundar la memoria de su entrega en la Última Cena, lo consignó como el signo de su amor, la Eucaristía. La expresión la dijo cuando él mismo experimentó el hambre, y la pronunció solemne ante el Instigador morboso que buscaba aprovecharse de la indigencia para atraparlo. La estrategia diabólica -secular- de comprar a quien cae en desgracia a partir precisamente de su necesidad, que tantas veces vuelve a aparecer en las prácticas humanas -antihumanas- más innobles, fue vencida con un gesto de libertad interior: la renuncia a algo lícito. Un pequeño «no» que conquista el universo.

Nuestra sociedad de consumo es maestra en extender estas trampas en su campo minado. Y nos deglute en su vértigo. Alcanzando peligrosamente los ámbitos educativos, evita a toda costa los «no» disciplinares, despertando el espejismo narcisista de que todo lo merecemos. Cuando no se cubre la expectativa, se sufre con gran intensidad, bajo el reinado del capricho.

En el mercado se multiplica sin cesar la oferta de felicidad. Se crean nuevas necesidades, la mayor parte de las cuales poco tienen que ver con nuestro auténtico crecimiento personal. Y como consecuencia, se esparcen sus desechos en las progresivas contaminaciones. Hace varios meses lo constaté plásticamente en un río que intuía paradisíaco, y que me mostró el infierno en la tierra. Recorriendo el Cañón del Sumidero, a mitad del itinerario quedamos atrapados en medio de un caudal inconcebible de desperdicios. Entendimos los anuncios que advertían sobre la titánica labor de limpieza que ahí se realiza. Pero el signo quedaba claro: es el producto de nuestras falsas necesidades.

Jesús, sin embargo, no dejó su hambre en el nivel del ejemplo del dominio de las pulsiones básicas. La suya no es una recomendación dietética para procurar una buena figura, ni la autocomplacencia de quien tiene todo bajo control. Su respuesta al Tentador elevó inmediatamente la perspectiva de su ejemplo: «No sólo de pan… sino de toda palabra que sale de la boca de Dios». El pan no es excluido. Pero la austeridad ante los posibles excesos despierta la conciencia hacia un horizonte mayor, el de la verdadera necesidad del espíritu, tantas veces bloqueada en su decurso por la acumulación de desperdicios.

En realidad, en su elemental nobleza, el pan sabe hablar de Dios. Entre más simple, mejor lo hace. En una región del sur de la Umbria, en Narni, aprendí a disfrutar el pan sin sal -producto histórico, por cierto, de impuestos en los Estados Pontificios-. Cuando se aprende a compartir, su gusto mismo se enciende. Renuncia a las prisas y expresa con elocuencia su carácter sagrado.

La bondad del pan adquiere entonces otra tonalidad, otro matiz en su sabor, otra calidez, que vence el atragantamiento inconsciente y el desperdicio irresponsable. Me parece que la retrata bien la alabanza del inmortal José Emilio Pacheco (Miro la tierra, México 20032, 49):

Pan que al romperte dejas escapar
el calor de la tierra, la humedad
de aquel suelo en que fuiste espiga,
danos
el sencillo milagro de este placer,
acompaña
la dicha de la amistad
y una vez más recibe nuestras gracias
por liberarnos de hambre y odio.

 

Publicado en el blog Octavo Día, de El Universal (www. eluniversal.com.mx), el 14 de marzo de 2014. Reproducido con autorización del autor: padre Julián López Amozorrutia. 

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