Por Jorge E. Traslosheros H |
Al igual que muchos laicos del común, he vivido con asombro y tristeza cómo los religiosos han perdido presencia en nuestra sociedad y empiezan a coquetear con la irrelevancia. De aquel chorro de voz, ya nomás queda un chisguete. La reforma emprendida por Francisco nos urge.
Al interior de la Iglesia existe un gran debate sobre su crisis. Tres posiciones dominan: unos consideran que es un problema de números, otros que deriva de su anacronismo y, otros más coinciden con el Papa cuyo diagnóstico revisamos la semana pasada.
Cuando he abordado el tema en conversaciones formales e informales, encuentro que, por lo regular, se le asocia con la disminución de vocaciones. Eran un montón y ahora quedan unos cuantos, me dicen, agravado con el hecho de la deserción de los ya consagrados. Sin negar el problema, me parece que confundimos la fiebre con la enfermedad.
La escasez de religiosos no es necesariamente un problema. Podrían ser unos cuantos y su dinámica no conocer fronteras. La historia nos muestra dos sencillas verdades: siempre han sido una sorprendente minoría al interior de la Iglesia y, la inferioridad numérica nunca ha sido razón para frenar su dinamismo, de manera especial en tierras de misión y, hoy, nuestra sociedad es tierra de misión. Seamos claros. Si los números fueran decisivos, la Iglesia nunca hubiera salido de Jerusalén.
La disminución en sus números obedece, también, al afortunado crecimiento de la presencia de los laicos. Un efecto poco reconocido del Concilio, pero muy importante. Muchas de las cosas que antes sólo los religiosos y clérigos hacían, como participar en el debate público, catequizar, visitar a los enfermos, dirigir escuelas, insertarse en la pastoral, inmiscuirse en las misiones, ahora lo hacemos los laicos. Dicho sea de paso, no cantamos tan mal las rancheras y afinamos cada vez mejor.
Los números, entonces, no son el problema. Incluso un aumento de religiosos en las actuales circunstancias, podría agravar sus dificultades. Seamos sinceros. Si la levadura es mala, aunque le agregue más harina no obtendrá un buen pan, acaso un cuestionable engrudo. No estamos ante un problema de cantidad, sino de calidad, es decir, de carisma, testimonio y comunión. Necesitamos buena levadura, no pastoso engrudo.
Para otros, decíamos, el momento histórico de la vida religiosa ya pasó, como se fueron los carros tirados por caballos. Pueden existir, pero como testimonio de tiempos idos. Ha llegado el momento de los grandes movimientos eclesiales, argumentan. Y es que, en efecto, son la gran novedad nacida en el marco del Concilio. Son pujantes, leales, imaginativos, descarados, atrevidos, se la viven en las periferias y están formados principalmente por laicos en comunión con algunos sacerdotes y religiosos. Generan muchos problemas en la Iglesia, pero del tipo que cualquier institución sana quisiera tener. Los Papas, incluso, han tenido que explicar y defender la novedad de su carisma. Sin embargo, en manera alguna podrían ocupar el lugar de la vida religiosa.
El Papa Francisco tiene razón. Para salir de su crisis, recuperar su voz y dialogar con la sociedad, necesitan reconquistar su carisma con alegría, en radical comunión con la Iglesia. Los católicos de a pie somos testigos de lo que son capaces de hacer cuando se ponen las pilas. Pensar que podríamos prescindir de ellos, implica un grave error de análisis por razones históricas y teológicas, que revisaremos en la próxima entrega.
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