OCTAVO DÍA | Por Julián López Amozorrutia, rector del Seminario Conciliar de México |
Lázaro está a la puerta (cf. Lc 16,19-31). Con su hambre, su esperanza, las llagas en su carne, su soledad. Cerca. Muy cerca. El Evangelio lo presenta como signo divino, interpelación a la acción solidaria y a la comunión. El éxito o el fracaso ante Dios de la propia existencia se juegan en referencia a él. «Vengan, benditos de mi Padre Porque tuve hambre y me dieron de comer» (Mt 25,34-35).
No se trata, por supuesto, de la cómoda ética indolora que busca ayudar de lejos, sin ensuciarse las manos. Tampoco de la autocomplacencia que se gratifica a sí misma por la propia generosidad. La cuestión mira al hermano en su indigencia real, y vibra con él, entra en consonancia con él, se compadece. Y entonces se compromete también con él. Actúa a su favor.
Hay una crítica racional a la compasión, que se justifica porque el asistencialismo favorece que la necesidad se prolongue y no se resuelva. Es verdad que hay que promover al hombre, propiciando que cada uno esté en condiciones de caminar con sus propios pies. Pero tampoco pueden cerrarse los ojos ante quienes sucumben bajo el peso de una inercia que no les permite recuperarse de la desgracia. Ninguna de las grandes utopías sociales de la humanidad ha logrado desterrar la necesidad.
La Cuaresma despierta la operatividad de la fe, recordando precisamente la relación entre el amor de Dios y el amor del prójimo. Enseñaba Benedicto XVI: «Si en mi vida falta completamente el contacto con Dios, podré ver siempre en el prójimo solamente al otro, sin conseguir reconocer en él la imagen divina. Por el contrario, si en mi vida omito del todo la atención al otro, queriendo ser sólo ‘piadoso’ y cumplir con mis ‘deberes religiosos’, se marchita también la relación con Dios. Será únicamente una relación ‘correcta’, pero sin amor. Sólo mi disponibilidad para ayudar al prójimo, para manifestarle amor, me hace sensible también ante Dios. Sólo el servicio al prójimo abre mis ojos a lo que Dios hace por mí y a lo mucho que me ama» (Deus caritas est, n. 18).
En su mensaje para este tiempo litúrgico, el Papa Francisco recordó a Jesucristo como aquel que se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza (cf. 2Co 8,9), y distinguió la pobreza que debemos valorar de la miseria contra la que hemos de luchar. «La miseria no coincide con la pobreza; la miseria es la pobreza sin confianza, sin solidaridad, sin esperanza» (Mensaje para la Cuaresma 2014). Abrió, a continuación, una tipología de la miseria que extiende los horizontes de nuestro posible compromiso con el prójimo. «Podemos distinguir tres tipo de miseria: la miseria material, la miseria moral y la miseria espiritual».
Y detalló, sobre cada una de ellas: «La miseria material es la que habitualmente llamamos pobreza y toca a cuantos viven en una condición que no es digna de la persona humana: privados de sus derechos fundamentales y de los bienes de primera necesidad como la comida, el agua, las condiciones higiénicas, el trabajo, la posibilidad de desarrollo y de crecimiento cultural. Frente a esta miseria la Iglesia ofrece su servicio… para responder a las necesidades y curar estas heridas que desfiguran el rostro de la humanidad».
Pero añade: «No es menos preocupante la miseria moral, que consiste en convertirse en esclavos del vicio y del pecado. ¡Cuántas familias viven angustiadas porque alguno de sus miembros -a menudo joven- tiene dependencia del alcohol, las drogas, el juego o la pornografía! ¡Cuántas personas han perdido el sentido de la vida, están privadas de perspectivas para el futuro y han perdido la esperanza». Y llega a describir los casos extremos casi como un «suicidio incipiente».
Esta miseria moral, finalmente, se descubre vinculada con «la miseria espiritual, que nos golpea cuando nos alejamos de Dios y rechazamos su amor. Si consideramos que no necesitamos a Dios, que en Cristo nos tiende la mano, porque pensamos que nos bastamos a nosotros mismos, nos encaminamos por un camino de fracaso. Dios es el único que verdaderamente salva y libera».
Por ello puede concluir: «El Evangelio es el verdadero antídoto contra la miseria espiritual: en cada ambiente el cristiano está llamado a llevar el anuncio liberador de que existe el perdón del mal cometido, que Dios es más grande que nuestro pecado y nos ama gratuitamente, siempre, y que estamos hechos para la comunión y para la vida eterna».
Las oportunidades para comprometernos solidariamente con quienes a nuestro lado sufren las diversas condiciones de miseria son muchas. Y aunque parezca que es poco lo que podemos hacer, cada gesto puntual de amor concreto es una flecha eficaz lanzada a la eternidad.
Publicado en el blog Octavo Día, de El Universal (www. eluniversal.com.mx), el 21 de marzo de 2014. Reproducido con autorización del autor: padre Julián López Amozorrutia.