Por Julián López Amozorrutia, rector del Seminario Conciliar de México |

¿Estamos suspendidos en el vacío? ¿Es la nada lo que nos rodea, lo que precede nuestra existencia y lo que continúa después de ella? El desierto cuaresmal nos plantea francamente la cuestión. Y nos mueve a pronunciar, madurando los balbuceos infantiles, una profesión de fe: hay un sentido. Y esta convicción no se estaciona en el nivel teórico: se vuelve invocación, diálogo con la trascendencia, oración.

El «sentido» aplicado a la vida (el «sentido de la vida») expresa una doble connotación: por un lado, el significado y el valor de la existencia personal, y por otro, su razón de ser, su finalidad y su destino, su orientación. En su primera acepción, contiene la sorpresa del estar vivo, la densidad del presente, la armonía con el entorno dentro del cual nos situamos, la intensidad de la propia identidad, que nos afirma. En la segunda, la memoria de un origen que siempre nos antecede, la integración de una historia que nos va configurando, la orientación hacia un destino que misteriosamente nos compete y se nos escapa, incontrolable. La primera evoluciona a partir de la constatación: «soy», hasta la pregunta: «¿quién soy?» La segunda abre la puerta a la ultimidad: «¿para qué?»

Nuestra cultura ha conocido dos trampas: la de la ausencia de sentido, que degrada hasta la depresión y la desesperación; y la de la pretensión de ser totalmente artífices del sentido, como si todo dependiera de nuestra creatividad. Tal vez han sido la respuesta a otro tipo de engranajes sociales, que dieron certezas a la libertad a costa de sacrificarla, ofreciéndole un sentido impuesto, como si en él la propia participación debiera ser descartada.

Hoy el ser humano es muy sensible a la cuestión, si no adormece la conciencia o la obnubila con puras preguntas de corto alcance. Pero en la búsqueda de las respuestas, se confunde y pierde fácilmente. En algunos casos, brinca de un lado para otro abrazando espejismos. En otros, se aferra a pequeñas seguridades, aunque sean nimias, por el miedo a perder lo poco que ha conseguido. En los más graves, ha seguido la cínica carrera de hartazgos inanes, «aprovechando» el vaporoso espacio que el azar le ha concedido.

Juan Pablo II hablaba de la «crisis de sentido» como un elemento importante de nuestra condición actual. En medio de una «baraúnda de datos y hechos entre los que se vive y que parecen formar la trama misma de la existencia, muchos se preguntan si todavía tiene sentido plantearse la cuestión del sentido. La pluralidad de las teorías que se disputan la respuesta, o los diversos modos de ver y de interpretar el mundo y la vida del hombre, no hacen más que agudizar esta duda radical, que fácilmente desemboca en un estado de escepticismo y de indiferencia o en las diversas manifestaciones del nihilismo» (Fides et Ratio, n. 91). Ante ello, resulta urgente el camino hacia una auténtica sabiduría.

En el fondo, la confusión humana está vinculada con el «eclipse de Dios». «Perdiendo el sentido de Dios, se tiende a perder también el sentido del hombre, de su dignidad y de su vida. A su vez, la violación sistemática de la ley moral… produce una especie de progresiva ofuscación de la capacidad de percibir la presencia vivificante y salvadora de Dios» (Evangelium vitae, n. 21)

El ejercicio del sentido es la oración. Ella ilumina para captar que el infinito no es el vacío, sino el amor de Dios, digno de confianza y agradecimiento. Permite descubrir que la riqueza del sentido nos ha sido dada, por una parte, pero al mismo tiempo es una tarea a realizar, a partir de la gramática de verdad que constituye nuestro ser. Permeando todo, la divina presencia otorga su luz a todas las cosas, a las personas y a las situaciones, salvándonos de la tentación de caos y absurdo que nos asalta ante ellas. Esta claridad manifiesta una belleza incólume: la de la bondad de Dios, sentido último de la realidad y de la vida. De Él venimos y hacia Él vamos. «En Él vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17,28).

Publicado en el blog Octavo Día, de El Universal (www. eluniversal.com.mx), el 28 de marzo de 2014. Reproducido con autorización del autor: padre Julián López Amozorrutia. 

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