Por Bonifacio Fernández, claretiano |

Los holocaustos humanos no han desaparecido, Sigue habiendo campos de concentración. Sigue habiendo infiernos como Ruanda o Irak. Sigue habiendo guerras. Sigue habiendo millones de refugiados. Y millones de muertes prematuras a causa del hambre y sus secuelas. La pasión y la muerte del hombre siguen llenando la historia como un aullido interminable. La historia humana sigue teniendo su reverso. Hay vencedores y vencidos, verdugos y víctimas, crucificadores y crucificados.

Esta experiencia de la historia no se da sólo a nivel individual. Se da al nivel colectivo de los pueblos. Hay pueblos crucificadores y pueblos crucificados. Pero esto no es un destino inexorable. No es una ley fatal. Es consecuencia de la libertad y de las decisiones humanas. Leído teológicamente es «el pecado estructural» que se va desfigurando y configurando en los procesos humanos. En su raíz está la esclavitud de la necrofilia o del narcisismo del corazón humano.

La historia del sufrimiento humano es una memoria peligrosa. Nos desestabiliza de nuestras seguridades. Pone de manifiesto nuestros mecanismos de disculpa. Es una memoria acusadora.

La cruz como símbolo

La señal de la cruz, junto con la vocación de Dios como Padre, Hijo y Espíritu constituye el primer paso de la iniciación cristiana. Lo aprendemos desde niños, de labios de nuestros padres. Es, también, una síntesis formidable de la fe cristiana. La cruz está asociada al Dios revelado. Y la revelación de Dios está vinculada al acontecimiento de la cruz.

Pero hay un proceso de lectura e interpretación de la cruz que la ha ido convirtiendo en un nuevo símbolo de nuestra redención. La ha sacado de la trama histórica. Su necesidad parece impuesta desde fuera. Es el precio de un rescate, de una deuda.

No hay cruz sin Cristo

A medida que la pasión se ha ido leyendo sólo como el gran acontecimiento de la gracia de Dios, la cruz ha ido perdiendo su suelo histórico. Se ha visto reducida a la dimensión de símbolo de la redención, de su carácter violento y doloroso. A medida que se ha ido teologizando, de hecho, ha perdido la trama intrahistórica de la violencia. Todo va pasando al plano intrateológico. El Crucificado muere víctima de la justicia de Dios. Es la víctima inocente de un sacrificio por los demás.

Progresivamente la cruz se vacía de Cristo. Se reduce a significar el carácter paradójico de la reconciliación del hombre con Dios y de Dios con el hombre. Supone que hay una distancia y una rivalidad de Dios y el hombre. El hombre es enemigo de Dios. Lo busca por caminos torcidos. Está encorvado y tiene que enderezarse con dolor. La cruz simboliza esa dimensión costosa de la redención por parte de Cristo

Lo que acontece cuando la cruz se vacía de Cristo y pierde la perspectiva personal e histórica es que se transforma en una exaltación del dolor. La redención pierde el sentido de la relación personal. Desaparece su dimensión de acusación y denuncia. Se va reduciendo a una mística del dolor y del amor. Van quedando esos Cristos dolientes y trágicos. Esos héroes caídos. Invitan a la admiración y a la compasión. Conmueven, pero no convierten.

En cambio, la cruz de Jesús está enraizada en la tierra y en la historia. No puede ser absorbida en la resurrección, ni en el símbolo. Constituye un recuerdo peligroso y salvador. Sigue siendo la acusadora muerte de un inocente. No nos invita a escapar de la historia. Nos sumerge en el reverso de la misma.

Una historia que conduce a la cruz

La pasión y crucifixión de Jesús de Nazaret es el centro de los acontecimientos bíblicos. Es el tema central del Nuevo Testamento. Pero no se le puede aislar como si fuera un acontecimiento desligado de los anteriores y los siguientes. Es cierto que, por una parte, no se le puede descrucificar y transmitir la imagen de un Jesús blando o de un Jesús dulcísimo. Pero también es verdad que la cruz no es lo único de su vida. Constituye el final de una historia. No se entiende la pasión y la muerte de Jesús sin la vida y el camino que conduce hacia ella. Toda la trayectoria histórica del Mesías es una explicación de su muerte.

La pasión y la crucifixión de Jesús es la abreviatura de toda su vida. Resume y condensa su actitud y su mensaje. Es la consecuencia de una apasionada esperanza y de su praxis mesiánica. Jesús es el hombre de la gran esperanza del reino. Vive un amor apasionado por la causa de los pobres, de los excluidos, de los oprimidos y de los enfermos. Crea vida donde hay enfermedad y muerte. Confiere esperanza a las personas que no tienen nada que esperar. Es un hombre libre que contagia libertad y liberación. Por los caminos empieza a reunir la nueva familia del reino.

Desde su misma raíz va rompiendo los círculos diabólicos de la opresión religiosa, social, cultural, política… Hace caer las fronteras convertidas en trincheras.

Jesús relativiza la ley como camino de salvación. Anuncia, en cambio, la llegada del reino de Dios como un nuevo comienzo desde la pura gratuidad de Dios. Revela un nuevo rostro de Dios como perdón y misericordia, un Dios buscador de lo perdido. Un Dios abbá.

Su anuncio y su denuncia no dejan a nadie como estaba. Suscita el rechazo de los poderosos. Los partidarios de la piedad de la ley lo consideran demasiado libre y liberador. Los zelotas se distancian de él porque lo consideran demasiado blando y pacifista. El pueblo de los pobres no está dispuesto a sacudir sus miedos y sus inercias. Tampoco a ellos les saca las castañas del fuego. Jesús se va quedando sólo entre todos los frentes. Defrauda las esperanzas de todos. Por distintas razones. Su pretensión mesiánica no puede menos de suscitar conflictos. Esa pretensión tiene sus costes. No se entiende del todo al margen de la adversidad, de la tentación, de la persecución y la tortura. La vida de Jesús no es vaselina en las heridas de la sociedad; es sal que escuece y cura. Jesús es un hombre conflictivo. No es el hombre beatífico y lejano.

La muerte violenta de Jesús

La muerte de Jesús de Nazaret, como la de cualquier ser humano, está ya inscrita en la encarnación. Asumir nuestra condición humana implica asumir nuestra mortalidad. Jesús muere porque nosotros morimos.

La muerte de Jesús no es indolora. No es una muerte natural por la que se van sucediendo las generaciones de la vida. No es un error, un malentendido. No es una mera casualidad histórica. Tampoco se puede atribuir sólo a la maldad o a la torpeza personal de Caifás y de Poncio Pilato.

Jesús muere una muerte específica. Muere la muerte de un condenado a muerte. No es la suya una muerte bella. Es una muerte infame. Le acontece en plena juventud como ejecución de una sentencia de pena de muerte.

El Mesías muere la pasión y la muerte de un condenado. Su pretensión y su misión no cabía en los estrechos límites de la ley. A su Dios le quedan muy pequeños los límites del judaísmo. La praxis y la palabra de Jesús desbordan las esperas. Jesús se presenta como el Mesías antimesías. Termina siendo el Mesías rechazado.

El rechazo es tanto más hiriente cuanto que se hace en nombre del mismo Dios al que Jesús había apostado su vida. Las autoridades judías lo condenan en nombre de la ley. La crucifixión será la desautorización autorizada de Jesús.

El que muere en el madero es un maldito de Dios. Era evidente que Dios no estaba de su parte.

También la autoridad política puso sus manos en Él. Era demasiado revoltoso. Constituía un peligro para el orden público. Desestabilizaba el orden vigente. Ponía en cuestión la legitimación religiosa de la paz romana. Estaba contra el Cesar. Negaba sus dioses.

El crucificado es el hombre

Vista con los ojos de Jesús, la crucifixión es el culmen de su identificación con los crucificados. Radicaliza y verifica su solidaridad con las víctimas. En la cruz Jesús se identifica con todos los que sufren. Es una identificación misteriosa pero real. Gustando hasta el fondo la amargura de nuestra pasión y muerte, el Mesías las trasforma. Las vive desde la absoluta confianza en el Padre. Las sufre como realización de su amor que es más fuerte que la muerte. De esta suerte el Mesías crea vida en medio de la muerte, libera del dolor en medio del dolor, libera de las cruces como crucificado.

La cruz que era signo de la maldición humana, de su esclavización, se convierte por obra del Mesías en signo de amor y de fidelidad a toda prueba, en signo de comunión con todos los que sufren. Además, la cruz de Jesús se convierte en el lugar donde se realiza la liberación definitiva de los hombres. En la muerte de cruz Jesús hace surgir la vida; en el fracaso y la desesperanza hace surgir el nuevo comienzo y la esperanza. De esta manera Jesús crucificado recupera totalmente la existencia humana.

 

 

 

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