Por Fernando Pascual |

No siempre es posible entrar por la puerta grande. Porque hay prejuicios, miedos, experiencias dolorosas. Porque un corazón se ha cerrado y no acepta consejos. Porque ese compañero siente cualquier ayuda como amenaza. Porque la mente ha quedado ahogada en prejuicios consolidados.

Existe, sin embargo, una puerta pequeña para llegar a un alma confundida. Es la puerta de la escucha, de la presencia, del afecto, de la espera. Es la puerta de la comprensión y de la humildad. Es la puerta de quien ofrece, simplemente, una mano sin esperar ser correspondido.

Esa puertecita quizá no traiga resultados inmediatos. Pero el corazón más endurecido es capaz de percibir gestos de respeto sincero y palabras acompañadas por el afecto.

Entonces resulta posible, desde una voz serena y una presencia amiga, iniciar juntos un camino hacia horizontes nuevos. Lo que digamos no será visto como una invasión molesta, sino como un puente disponible para cualquier momento.

En el mundo del espíritu, lo más importante depende siempre de la acción de Dios. Una acción que es serena, acogedora, paciente. Una acción que suplica escucha sin imponerse con dureza. Una acción que se deja acompañar por hombres y mujeres creyentes que ponen sus vidas en manos de Dios para estar al lado de quien lo necesita.

Muchas veces la puerta grande está cerrada, pero por una puertecita llega una invitación amable a dar pasos nuevos hacia la fe, la esperanza, el amor. Cuando el milagro se produce y un alma se abre, Dios y el hombre empiezan una aventura que se llama gracia y que permite vivir ya en la tierra un poco como se vive, eternamente, en el cielo.

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