OCTAVO DÍA | Julián López Amozorrutia |

La primera certeza vital nos viene de él. Así lo describía, desde una psicología de insuperable talante humanista, Erich Fromm, al decir que las experiencias originarias «se cristalizan o integran en la experiencia: me aman. Me aman porque soy el hijo de mi madre. Me aman porque estoy desvalido. Me aman porque soy hermoso, admirable. Me aman porque mi madre me necesita. Para utilizar una fórmula más general: me aman por lo que soy, o quizá más exactamente, me aman porque soy» (El arte de amar, Barcelona 1981, 46).

Más adelante lo desglosaba: «El amor materno es una afirmación incondicional de la vida del niño y sus necesidades». Y acotaba: «La afirmación de la vida del niño presenta dos aspectos: uno es el cuidado y la responsabilidad absolutamente necesarios para la conservación de la vida del niño y su crecimiento. El otro aspecto va más allá de la mera conservación. Es la actitud que inculca en el niño el amor a la vida, que crea en él el sentimiento: ¡es bueno estar vivo, es bueno ser una criatura, es bueno estar sobre la tierra!» (ibid., 54).

San Juan Pablo II podía reconocer, a este propósito, la insustituible deuda de gratitud que todo ser humano, y en particular el padre, tiene con la madre. «El humano engendrar es común al hombre y a la mujer… Sin embargo, aunque los dos sean padres del niño, la maternidad de la mujer constituye una ‘parte’ especial de este ser padres en común, así como la parte más cualificada. Aunque el hecho de ser padres pertenece a los dos, es una realidad más profunda de la mujer, especialmente en el período prenatal. La mujer es ‘la que paga’ directamente por este común engendrar, que absorbe literalmente las energías de su cuerpo y de su alma. Por consiguiente, es necesario que el hombre sea plenamente consciente de que en este ser padres en común, él contrae una deuda especial con la mujer» (Mulieris dignitatem, n. 18).

También de ello hacía depender la peculiar sensibilidad materna respecto al valor de la vida y de cada persona humana. «La maternidad conlleva una comunión especial con el misterio de la vida que madura en el seno de la mujer. La madre admira este misterio y con intuición singular ‘comprende’ lo que lleva en su interior. A la luz del ‘principio’ la madre acepta y ama al hijo que lleva en su seno como una persona. Este modo único de contacto con el nuevo hombre que se está formando crea a su vez una actitud hacia el hombre -no sólo hacia el propio hijo, sino hacia el hombre en general-, que caracteriza profundamente toda la personalidad de la mujer. Comúnmente se piensa que la mujer es más capaz que el hombre de dirigir su atención hacia la persona concreta y que la maternidad desarrolla todavía más esta disposición» (ibid.).

Aunque es posible reconocer el componente biopsicológico de este proceso, en su nivel más profundo éste se trasciende hacia la constitución personal del ser humano, su capacidad de donarse. En este sentido, el amor materno crece también, tras la afirmación básica de la bondad de la existencia, en la necesaria separación que consiente al hijo su sana autonomía. La oblación de esta distancia es requisito para la maduración en la libertad del hijo. El amor materno se dona también -no sin dolor- al ceder el espacio propio al hijo, superando el espejismo narcisista de considerarlo su pertenencia. Estos dos momentos del amor materno deben ser garantizados y agradecidos. Garantizados si no queremos una sociedad desilusionada e incapaz de gestionar su libertad. Agradecidos para perseverar en una relación que perdura en su belleza, más allá del tiempo.

 

Publicado en el blog Octavo Día, de El Universal (www. eluniversal.com.mx), el 9 de mayo de 2014. Reproducido con autorización del autor: padre Julián López Amozorrutia.

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