Por Julián López Amozorrutia, rector Seminario Conciliar de la Arquidiócesis de México |

La peregrinación que en próximos días emprenderá el Papa Francisco a Tierra Santa busca conmemorar un evento histórico de particular relevancia para el cristianismo: el encuentro del Papa Paulo VI y el Patriarca Atenágoras en la Epifanía de 1964.

En ese momento, a la expectativa se añadía, sobre todo, la esperanza. Aunque no se ignoraban las dificultades que habrían de enfrentarse aún en el diálogo teológico y eclesial, dominaba el sentido del diálogo caritativo.

El gesto de su abrazo de paz tenía un claro acento profético, considerando el dramático antecedente del Cisma de Oriente y el insuficiente acercamiento tenido en torno al Concilio de Florencia. De hecho, fue entonces, en 1439, la última vez que se dio un encuentro directo entre el Papa romano y el Patriarca de Constantinopla, a la sazón Eugenio IV y José II. Este último moriría en Florencia ese mismo año, encontrándose su tumba en Santa María la Nueva.

De alguna manera, el viaje de Paulo VI a Tierra Santa inauguró la empeñosa agenda misionera que ha caracterizado a los últimos sumos pontífices. En este contexto, resulta paradigmática la exhortación inicial que hizo el Papa al inicio de la adoración del Santísimo Sacramento en la Basílica del Santo Sepulcro:

«Ahora es necesario que nuestras almas se despierten, que nuestras conciencias se iluminen y que bajo la mirada llena de luz de Cristo todas las fuerzas de nuestras almas se pongan en tensión. Tomemos ahora conciencia con sincero dolor de todos nuestros pecados, tomemos conciencia de los pecados de nuestros padres, de los pecados de la historia pasada, tomemos conciencia de los pecados de nuestra época, de los pecados del mundo en el cual vivimos. Y para que nuestro dolor no sea ni débil ni temerario, sino humilde, para que no sea desesperado, sino lleno de fe, para que no sea pasivo, sino orante, únase al de Jesucristo nuestro Señor, paciente hasta la muerte y obediente hasta la cruz, y evocando su recuerdo conmovedor, imploremos su misericordia que nos salva» (Hora Santa del 4 de enero de 1964).

Cuarenta años después, los sucesores de Paulo VI y de Atenágoras, Juan Pablo II y Bartolomé, podían confirmar con alegría algunos frutos del camino andado. «Los numerosos acontecimientos eclesiales que han caracterizado estos últimos cuarenta años han dado fundamento y consistencia al compromiso de la caridad fraterna: una caridad que, teniendo en cuenta las lecciones del pasado, esté dispuesta a perdonar, inclinada a creer más en el bien que en el mal, y decidida ante todo a configurarse con el divino Redentor y a dejarse atraer y transformar por él» (Declaración Común del 1 de julio de 2004).

Se observaban entonces también, sin embargo, algunas dificultades. «A pesar de nuestra firme voluntad de proseguir por el camino hacia la comunión plena, no hubiera sido realista pensar que no encontraríamos obstáculos de diversa índole: ante todo doctrinales, pero también derivados de condicionamientos de una historia difícil. Además, algunos nuevos problemas, que han surgido por los profundos cambios que se han producido en el ámbito político y social europeo, han tenido consecuencias en las relaciones entre las Iglesias cristianas» (ibid.).

Será el mismo Bartolomé quien firme ahora con el Papa Francisco una declaración conjunta, el domingo 25 de mayo. Las Iglesias ortodoxas tienen en este momento una perspectiva importante en razón del Sagrado y Gran Sínodo Panortodoxo previsto para el 2016. Los discípulos de Cristo proseguimos nuestra gran peregrinación histórica, y no podemos dejar de ver en estos acontecimientos ocasiones de gracia. El Oriente cristiano conoce hoy nuevos desafíos, y el mejor servicio que todos podemos dar es el de perseverar en la búsqueda de la más perfecta unidad, para realizar el anhelo del Señor: «Que sean uno…» (Jn 17,21).

 

Publicado en el blog Octavo Día, de El Universal (www. eluniversal.com.mx), el 23 de mayo de 2014. Reproducido con autorización del autor: padre Julián López Amozorrutia.

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