Por Jaime Septién | El próximo 19 de octubre será beatificado Pablo VI. Un Papa sufridísimo, uno que supo presidir y culminar el Concilio Vaticano II y que llevó a la Iglesia hacia una apertura a los tiempos modernos, desde la fidelidad más profunda del tesoro de la fe.
Fue Papa de 1963 a 1978, aquella época de tremendas crisis políticas, económicas, culturales y sociales. La psicodelia, la droga, el sexo al aire libre, la anticoncepción galopante, la guerra de Vietnam, el 68, la crisis del petróleo, las guerras árabes-israelíes, la amenaza atómica, el ascenso del comunismo, el asesinato de Aldo Moro… Frente a la revolución, la encíclica que más revuelo ha causado en la historia de las encíclicas: Humanae vite, una defensa intransigente de la vida humana, desde el momento de la concepción hasta la muerte natural. Un canto a la alegría de la vida que casi nadie leyó pero que muchos atacaron sin misericordia.
Pablo VI no fue un Papa “popular” como su antecesor san Juan XXIII. No hay anécdotas “simpáticas” sobre él. Se le consideraba frío. Y más aún cuando su sucesor, Juan Pablo I, en sus 33 días de pontificado fue llamado “El Papa de la sonrisa”. La idea que nos legaron de él no concuerda, ni remotamente, con lo que fue: un hombre y un Papa “realmente grandioso”, como lo señala su mayor biógrafo, el ex jesuita inglés Peter Hebblethwaite.
El genio de Pablo VI, a juicio mío, fue enfrentar a los conservadores ultramontanos, mostrando la necesidad de la Iglesia de transformar la cultura en contexto actual, y desdibujar el exagerado optimismo liberal de quienes vieron en el Vaticano II como una ida de la Iglesia a un antro en donde todo estaba permitido. Decepcionó al “mundo”, no a Dios.