Por Felipe de J. Monroy, director Vida Nueva México |

Las agresiones entre estudiantes en escuelas y colegios en México ya han cobrado víctimas mortales; el fenómeno denominado bullying parece crecer tanto en crueldad como en frecuencia y, frente al espanto, también aumenta la indignación, la cacería de culpables y la exigencia de más controles institucionales.

El nivel dramático de esta situación ha orillado a las instancias de educación pública a establecer medidas de control e intervención en las aulas y espacios educativos, a endurecer la ley, a incrementar la vigilancia y a certificar la ejecución de los protocolos previstos por nuevos reglamentos emergentes. Es lo que llamaríamos ‘tapar el pozo’ y parece correcto, al menos por lo pronto, pero la expresión intuye situaciones difíciles comúnmente obviadas.

Tapar el pozo es la reacción radical, lógica y busca ser proporcionalmente inversa al daño original pero es claro que nada puede remediar. Cuando se tapa el pozo se pretende evitar probabilísticamente daños posteriores terribles pero, mientras tanto (y hasta que la razón que llevó a su clausura se olvide), el pueblo debe aguantar la sed. Al ocurrir esto, es frecuente que el rencor crezca, que surjan nuevas avaricias y que la desconfianza tome asiento entre la gente.

Comienzan las expresiones: “No ha sido culpa mía, ni de los míos, ¿por qué deberíamos padecer estas medidas si han sido otros los culpables?” o “No sé los demás, no me importan; pero con nuestros recursos podemos sobrellevar esta situación con comodidad”; y finalmente: “No creo que la medida lleve a ningún lado, los malhechores no tienen remedio, más que soportar privaciones todos, habría que castigar a los culpables”.

Esto está pasando con el bullying en México: salvaguardándonos de la autocrítica, señalamos a todos los que creemos responsables: al Estado, a la televisión, las películas, la indisciplina, la familia, el consumismo, los horarios de trabajo, los salarios y un largo etcétera. Pero dice el proverbio inglés que cuando apuntamos con el dedo, otros tres nos señalan de vuelta. En este, como en muchos casos, todos debemos pagar nuestra cuota de sudor y de vergüenza para avanzar en la construcción de una cultura menos violenta y más corresponsable.

Tapar el pozo es el voto unánime de legisladores locales al crear ‘leyes antibullying’, es endurecer las penas del código para agresores, practicar el escarmiento público a infractores, es implementar métodos de centros de readaptación social en los colegios y las escuelas, es hacer campañas sensibileras que escandalicen a las ‘buenas conciencias’. Nada de esto tendrá resultados fecundos, no habrá frutos porque no habrá con qué regar la siembra.

Para continuar con la alegoría, opino que hay que mirar al pozo, reconocernos en el reflejo oscuro de su fondo, dolernos por los que allí han caído y construir cultura trascendente a partir de nuestro honesto arrepentimiento. Mirar el pozo es no olvidarlo, es buscar la transformación desde el contacto con la realidad y su esencia, es imaginar alternativas desde el centro de nuestra desgracia y compartir en perspectiva y esperanza, conciencia de nuestro pasado y expectativa de nuestro futuro.

Por desgracia en medio del fenómeno del bullying, aún nada hay como respuesta al drama personal de las víctimas o de los victimarios, de sus familiares y de quienes son testigos cotidianos de la agresión y la vulnerabilidad a la que están expuestos. Son solo pocas las voces que dan esperanza y trazan rutas de trabajo en el horizonte emocional de niños y jóvenes, de padres y maestros, y que desean abrazar a una sociedad que vive constantemente bajo el asedio de la violencia, la superioridad y el desprecio por el prójimo. Quizá solo así, tanto autoridades como las familias puedan encontrar salidas humanitarias a la crisis social que nos agobia.

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