Por Jaime Septién.
La crisis comenzó en Boston y el actual cardenal de Boston, Sean O’Malley, invitó a Roma a seis personas que sufrieron abusos sexuales por parte de clérigos: dos alemanes, dos británicos, dos irlandeses. El Papa Francisco celebró Misa con ellos, habló con ellos, lloró con ellos. Le dio media hora a cada uno, después de la eucaristía y el desayuno. El Papa no se anda por las ramas: escuchó los relatos con atención, con disponibilidad. Se sintió tocado por el horror. Y trató de sanarlos con la invencible humildad del que tiene fe.
“Esta es mi angustia y el dolor por el hecho de que algunos sacerdotes y obispos hayan violado la inocencia de menores y su propia vocación sacerdotal al abusar sexualmente de ellos”, les dijo en su homilía el Santo Padre. “Es algo más que actos reprobables. Es como un culto sacrílego porque esos chicos y esas chicas le fueron confiados al carisma sacerdotal para llevarlos a Dios, y ellos los sacrificaron al ídolo de su concupiscencia. Profanan la imagen misma de Dios a cuya imagen hemos sido creados. La infancia, sabemos todos es un tesoro”.
Sin dar vueltas, dijo. “Ante Dios y su pueblo expreso mi dolor por los pecados y crímenes graves de abusos sexuales cometidos por el clero contra ustedes y humildemente pido perdón”. Luego exigió pureza, caridad. La fe en Cristo es más grande que los pecados de sus hijos. Quiere, de las víctimas y de todos nosotros una “alegría restaurada”. Hay que rezar por él. Mucho. Los lobos no gustan de oír la palabra perdón. Mucho menos que el Vicario se “rebaje” al nivel de las ovejas malheridas. Sigue vigente Mateo 18,6: la piedra de molino y el mar.
Artículo publicado en la edición impresa del 13 de julio de 2014