Por Jaime Septién

Cada vez se perfila con mayor claridad una corriente dentro de la Iglesia de clérigos y laicos que pretenden tener la pureza que nos falta a los demás. Hay que imaginar su amargura. Hay que envidiarles poco su “derecho” a poseer el verdadero camino hacia el cielo.

El escritor hindú Salman Rushdie –quien sabe muy bien de lo que está hablando—dijo que “el puritanismo es temer que alguien en alguna parte del mundo esté siendo feliz”. Nada aborrece más el puritano que la felicidad ajena. En su fuero interno se retuerce y clama por que a los “impuros” les vaya mal.

Creo que es lo que pasa con muchos críticos de la Iglesia tras el Concilio Vaticano II. No aceptan lo evidente: que cada vez más personas se alejan. En México 47 por ciento de los 104 millones de católicos van a Misa una vez por semana. Pero en Brasil, que cuenta con el mayor número de católicos en el mundo (130 millones), ¡solamente van a Misa una vez a la semana ocho millones!

Decía en un reciente artículo don Mario de Gasperín que a san Pablo VI le tocó cerrar el Concilio; a san Juan Pablo II y a Benedicto XVI explicarlo, y a Francisco le ha tocado llevarlo a cabo. De ahí su famosa imagen de que la Iglesia es un hospital de campaña. Se atiende al que va herido sin detenerse a distinguir si es “bueno”, si “ha cumplido”, si “se lo merece”. Es la misericordia lo que atrae. Y la rigidez es lo que repele a los hombres de hoy.

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 12 de febrero de 2023 No. 1440

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