Por Jaime Septién
Un viejo proverbio hindú pregunta: “¿Quién es ciego?” Lejos de la respuesta de cajón, “el que ve sin ver”, responde: “Ciego es el que encuentra placer en lo que no debería hacer”. Y otra pregunta: “¿Quién es sordo?” De nuevo sorprende la respuesta: “El que no escucha las palabras saludables”. Finalmente, “¿Quién es mudo?” No, no es el que no tiene el don del habla, sino “el que no sabe decir palabras afectuosas en el momento oportuno”.
Si hay una escuela para burlar nuestras taras es el Evangelio. El mundo nos invita –con una constancia digna de mejores causas– a encontrarle gusto al daño; a burlarnos de quien ofrece palabras que nos alimentan el alma; a elegir palabras de odio como distintivo de nuestra “victoria” sobre el otro (especialmente si es más débil que yo).
A mi mujer y a mí siempre nos ha gustado esa parte del Evangelio donde se nos dice que, hagamos lo que hagamos, así sea una “gran obra”, al final de la tarde hemos de confesarnos siervos inútiles, que solamente cumplíamos con nuestro deber. ¡Qué difícil es limitar el orgullo, poner cotos a la vanidad! El “yo-mí-me-conmigo” es fiel acompañante de nuestra vida adulta. Yo primero, yo antes y yo después…
Obviando los defectos que anuncia el proverbio hindú, defendemos con uñas y dientes “nuestra libertad”. Pero ¿qué libertad puede venir de la imprudencia? La polilla se quema en el calor de la lámpara “porque ignora el dolor de la cremación”.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 5 de marzo de 2023 No. 1443