Por Jaime Septién.
Esta semana fue encontrado, cerca de Hidalgo (Texas) el cuerpo en descomposición de un pequeño guatemalteco de 11 años de edad. Iba con rumbo a Chicago pero apenas si pudo cruzar la frontera. Quedó como a 4 mil kilómetros de su destino.
El problema de los niños viajando solos a Estados Unidos no es nuevo ni el drama que sufren hoy lo habrían dejado de sufrir antes. Ciertamente, las condiciones de violencia, corrupción y falta de educación se agudizan en Centroamérica. Las maras aprietan demasiado, son demasiado insensibles, controlan demasiado a los niños como para no huir de ellas. Los gobiernos, lejos de paliar la pobreza se dedican a pocas obras de relumbrón y a repartir el botín del dinero público entre unos cuantos. La educación es paupérrima. Y encima Estados Unidos, principal receptor de migrantes del mundo, no está por la labor de apoyar a Honduras, Guatemala, El Salvador o México. «Que se rasquen con sus propios uñas». Obama quiere deportar; los republicanos no desean reforma alguna, los niños se mueren en el desierto o son usados como objetos sexuales o para destazarlos y extraerles órganos para venderlos en el mercado negro.
Es un pecado brutal que clama al cielo. Este año fiscal en Estados Unidos (comienza los días 1 de octubre) van 50 mil menores capturados. Es monstruoso. Y apenas alguien que no sea la Iglesia mueve un dedo. «Las Patronas», los padres Solalinde y Pantoja, los «hermanos en el camino», las casas de hospitalidad edificadas en el nombre de Cristo –en México— lejos de ser apoyadas son achuchadas por la policía, los delincuentes, las autoridades locales…. ¿Por qué no ven lo que hace la Iglesia –allá y aquí— y la apoyan a tope, en lugar de enjaular niños como criminales?
Este artículo se publica en la edición impresa de El Observador del 3 de julio de 2014 No. 991