Por Jaime Septién
Mientras la Iglesia católica insiste en que el derecho a emigrar por condiciones difíciles de vida es un derecho de libre elección, los países receptores de migrantes (junto con los expulsores o de tránsito, como lo es México) se hacen de la vista gorda y despliegan alambradas y ejércitos para detener la desesperación de quien lo arriesga todo para “cruzar la línea”.
El fin del Título 42 en Estados Unidos motivó una situación de terror en la frontera norte de nuestro país. Tijuana, Juárez, Reynosa, Matamoros contemplaron escenas que los antiguos califican como “dantescas” (del “Infierno” de Dante Ailgheri). Venezolanos, haitianos, salvadoreños, nicaragüenses, guatemaltecos y un largo rosario de nacionalidades, suplicando a los soldados desplegados en la frontera que los aprendan y los procesen para poder reunirse con sus familiares en Estados Unidos. Huyen de sus países… y huyen de México.
Habíamos visto escenas similares en el Mediterráneo y en Turquía o en Grecia, con los migrantes africanos y de Medio Oriente. Pero los veíamos tan lejos que se nos hacía un problema menor. Hoy están a nuestra puerta. Y solamente el espíritu cristiano podrá salvarlos. De hecho, es el único que los salvará.
Los soldados, las alambradas, las torretas aniquilan la esperanza nacida de la fraternidad. No, no son criminales (¿un niño de cuatro años con su llantita salvavidas para cruzar el Río Bravo es un peligro?). Son personas que quieren vivir como personas. Como tal deberían verlos los poderosos. Los ven como basura. Qué tristeza de mundo.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 21 de mayo de 2023 No. 1454