Por Jaime Septién.

La reforma fiscal –con ganas de darle al gobierno recursos—avanza hasta tocar las limosnas que los fieles damos a la Iglesia. Es como quererle poner puertas al campo. Lesionar mi iniciativa de darle lo que quiero darle a mi Iglesia para que lo use en el culto o en el trabajo para los pobres, es meterse en camisa de once varas.

No estoy en contra de lo que pretende el Servicio de Administración Tributaria (SAT): el que las asociaciones religiosas modernicen su contabilidad e informen sobre sus ingresos. Pero que tengan que expedir comprobantes fiscales simplificados electrónicos, me parece no solamente excesivo, sino absolutamente inútil. Y, además, lesivo a mi fe que me obliga a ayudar, a través de la Iglesia, a los más necesitados.

Entiendo que el nuevo comprobante fiscal podrá ser “una factura global diaria, semanal o mensual por todos los ingresos donde el donador no es identificable. Esto aplicaría en las ofrendas, diezmos, primicias y donativos que reciban en las celebraciones de culto público o que sean depositadas en alcancías o canastillas. Pero lo que no entiendo es para qué. ¿Cómo voy a declarar un ingreso completo de algo que no digo de dónde viene? ¿Voy a pagar el ISR sobre un donativo anónimo, que voy a ocupar en una obra de caridad?

Pero, además, ¿cree el SAT que de las limosnas se hace rica la Iglesia? No tienen ni idea los diputados ni Hacienda lo que rinde la limosna. Vean lo que hace la Iglesia con el ébola, el sida, la lepra, el hambre, la desnudez, el abandono, el analfabetismo, la enfermedad… Y eso lo hace con nuestra limosna (exigua, mezquina, agarrada). Con nuestro amor a los pobres… ¿Van a fiscalizar la caridad?


 

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