Por Fernando Mendoza Jácquez  |

Regresaba a mi tierra, después de una corta estancia en Guadalajara, cuando por la ventanilla del avión observé detenidamente un banco de nubes hermosamente blancas. Me hizo recordar el último libro que le había leído a la entrañable Susanna Tamaro, relatando que las nubes muestran dos colores: uno, en la parte superior, que es la que refleja la luz y es de un blanco muy blanco y que hasta lastima la vista; y otro, en la parte inferior, que casi siempre vemos, y que muestran un color grisáceo.

La luz se refleja en la parte superior de las nubes y por eso su blancura es extremadamente blanca, mientras abajo la luz se opaca. Reflexión digna de una parábola, me dije mientras me arrebataba la belleza que estaba frente a mis ojos. Luego, en la libertad del pensamiento, me acordé de una reflexión del Papa Ratzinger.

Cuenta Benedicto XVI que la Iglesia es como la luna, que no da luz por sí misma, sino que la podemos percibir gracias a que refleja la luz del sol. Por extensión –dice el Papa emérito-, el sol es Cristo y la luna es su Iglesia. De tal manera, que sólo podemos observar la Iglesia si es reflejo de Cristo. La Iglesia no tiene luz por sí misma, sino que sólo refleja a Cristo.

Reflejos. Eso es lo importante, me dije. Las nubes y la luna reflejan la luz, y en cuanto cumplen su función las podemos ver y podemos entonces apreciar su belleza. Si no hubiera luz, no veríamos la blancura de las nubes y la luna no incitaría la poesía… y no habría belleza.

Un pequeño vuelco del avión me hizo volver a ver las nubes, y recordé la plática que mantuve con un hombre de mucho mundo y gran intelecto, que me interrogó sobre la impresión que me causaba Papa Francisco. La pregunta fue imprevista, porque entonces la charla se desarrollaba con temas políticos. “Papa Francisco es un reflejo de la sonrisa de Cristo”, dije después del último sorbo de café amargo que consumía.

Mientras el avión driblaba la última parte del banco de nubes caí en la cuenta que todo mi pensamiento me llevaba a los reflejos. Reflejos en las nubes, la luna y el sol, reflejos de sonrisas. Reflejos, siempre reflejos.

Si quisiéramos observar la belleza tendríamos que ver los reflejos detenidamente. Hacernos nosotros mismos un reflejo, y un reflejo de Cristo. Quizás en ello consista la salvación. Que no seamos nosotros la luz, que no seamos la estrella de la noche, que no seamos el centro de la vida, que no seamos el foco de atención, que no seamos el eje de la inflexión… Que seamos simplemente el reflejo de Cristo, dejando que Él sea la luz, que Él sea la estrella de la noche, el centro de la vida, el foco de atención y el eje de nuestras meditaciones.

Que Cristo sea el sol y nosotros simplemente la luna.

Y cuando Cristo se refleje en nosotros, entonces y sólo entonces podemos observar la belleza que deslumbra.

El avión aterrizó y yo bajé con una sonrisa.

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