Por Fernando Pascual |

El ser humano encierra miles de misterios. Tras su nacimiento, cada hombre, cada mujer, inician un camino que puede llevarlos hacia el bien o el mal, hacia la grandeza o el egoísmo, hacia la justicia o la corrupción, hacia la sana alegría o el alcoholismo corrosivo.

¿Qué tiene la naturaleza humana que nos hace tan abiertos? ¿Qué hay dentro de nosotros que podemos cambiar, hacia el bien o hacia el mal, incluso después de años y años con una conducta más o menos cristalizada?

Algunas escuelas de pensamiento han supuesto o suponen que somos esclavos de las estrellas, o que nos controlan dioses misteriosos, o que dependemos de la genética, o que somos productos de la cultura que nos rodea, o que simplemente actuamos desde lo que ocurre en nuestras neuronas.

La realidad rompe este tipo de esquemas reduccionistas. Por eso hoy, como ayer, millones de padres de familia, de educadores, de amigos, de conocidos, buscan ayudar a otros para que puedan abrir horizontes, descubrir la belleza del bien y dejarse iluminar por la fuerza de la verdad.

Tantas acciones educativas, a todos los niveles, suponen simplemente un núcleo profundo en la naturaleza humana que nos abre al cambio. Cambios que, esperamos, pueden ayudar a muchos a dejar una vida de vicios para empezar a servir a sus familiares y a otros miembros de la sociedad. Sin olvidar que también hay cambios, por desgracia, que llevan a quien hasta ahora ha vivido como un ciudadano honesto a sucumbir al adulterio, al robo, a la droga, a la calumnia, al odio, a la soberbia.

En cada ser humano hay algo íntimo y misterioso que lo abre a mil posibilidades. Con ayuda y con esfuerzo, con un compromiso sincero por acoger la verdad, venga de donde venga, será posible que ese núcleo interior, que podemos llamar espíritu, se abra a tantos horizontes buenos.

Sólo así cada corazón podrá orientar sus pasos hacia el bien, hacia la belleza, hacia el amor a Dios y a los hermanos.

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