Por Fernando Pascual  |

Nos gusta ser consolados. Encontrar paz en el alma, sentirnos seguros en lo que hacemos, mirar nuestra existencia desde la confianza, ¿no sería hermoso poder vivir siempre así?

Tarde o temprano, llegan los momentos de prueba, de dolor, de cansancio, incluso de pecado. Nuestra imagen queda herida. No fuimos capaces de cumplir un propósito, no ayudamos a un familiar o amigo que nos necesitaba, no entregamos a Dios lo mejor de nuestras vidas.

Otras veces seguimos por el buen camino, pero sin consolaciones. Incluso encontramos dificultades: dentro, un extraño sentimiento de apatía; fuera, incomprensiones, críticas, abandonos.

Entonces puede surgir el desaliento. Creíamos que la vida cristiana era más sencilla. Encontrarnos con el pecado o con la desgana nos apaga. Faltan energías interiores. ¿Puedo seguir en el camino?

En esos momentos necesitamos tomar el arado y seguir adelante. No podemos mirar hacia atrás, ni tener nostalgia de lo que teníamos en Egipto (cf. Lc 9,62; Nm 11,1-6).

Tenemos un don maravilloso de Dios: su gracia. Y una voluntad con la que trabajar, también cuando faltan consolaciones. Porque si miramos al cielo y recordamos que tenemos un Padre bueno, seguiremos en el buen camino, pase lo que pase.

En situaciones de desaliento, lo único que importa es estar con Dios y hacer en todo su Voluntad, aunque no tengamos la ayuda de la consolación. Así lo recomendaba san Juan de Ávila en su famosa obra “Audi, filia”, que volvemos a leer en su redacción de castellano viejo:

“E si falta la devoción no te penes, pues no se miden nuestros servicios por devoción, mas por amor; y el amor no es devoción tierna, mas un ofrecimiento de voluntad a lo que Dios quiere que hagamos y padezcamos, tengamos voluntad o no, y si algunos, que parece dejan el mundo por servir a Dios, dejasen también la desordenada codicia de los devotos sentimientos del ánima, como dejan la codicia de los bienes temporales, vivirían más alegres de lo que viven […].

Desnudo murió Jesucristo, y desnudos nos hemos de ofrecer a él, y sola nuestra vestidura ha de ser su santísima voluntad, sin mirar a otra parte. […]

Finalmente, no estar asidos a los flacos ramos de nuestros quereres, aunque nos parezcan buenos, mas a aquella fuerte columna de la divina voluntad, que nunca se muda. Para que así no vivamos en mudanzas, mas participemos a nuestro modo de aquella immutabilidad y sosiego que la divina voluntad tiene, haciendo siempre lo que quiere, y tomando lo que nos invía”.

 

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