Por Jorge Traslosheros H. |

Mucho se ha escrito de la reforma litúrgica desde el Concilio Vaticano II, con sobrada razón. No hay religión sin ritualidad. En la Iglesia Católica esto significa liturgia, cuya expresión más importante es la misa. No estamos ante algo menor. Es el corazón de la religiosidad y, para la mayoría de los laicos, la fuente más importante de renovación espiritual.

La intención de los padres conciliares era eliminar las adherencias que se habían incrustado en la liturgia a lo largo de los siglos, para resaltar la presencia de Dios en la vida de la comunidad. Mucho se ha logrado, pero han surgido dos vicios atribuibles a los sacerdotes que perjudican mucho a los laicos. Uno, el libertinaje litúrgico que convierte al celebrante en el centro de atención. Otro, la reducción de la misa a un trámite burocrático con rituales desprovistos de decoro, nervio, emoción y, lo más grave, sin inteligencia. En ambos casos, el resultado es el mismo: la misa pierde su sentido trascendente y en lugar de abrir caminos al Misterio, pone obstáculos. Por el contrario, cuando Jesús es realmente el protagonista con su palabra y presencia eucarística, por sencilla que resulte siempre abre caminos, inspira respeto y renueva el alma. Una mala liturgia es, pues, un auténtico desastre.

Cada vez que el tema surge en alguna reunión, cosa frecuente, deriva rápidamente en el problema de la calidad de los sacerdotes. Un buen sacerdote alegra el corazón de cuantos acuden a la liturgia, atrae a los alejados, reconcilia a los enojados, e incluso se gana el respeto de quienes no comparten las mismas creencias, porque también ellos la pueden gozar en su corazón. Un momento de paz y reflexión a nadie le cae mal.

Como historiador de la Iglesia disfruto del estudio de las obras teológicas, en especial las de quienes se encargaron de la difusión. Uno de mis favoritos es la del capuchino fray Jaime de Corella (1657-1699), cuyaSumma de la Theología Moral circuló ampliamente en la Nueva España. En el prólogo escribe sobre la preparación del sacerdote, la liturgia y su comportamiento. Explica, en su barroco contexto, lo que hoy el Papa Francisco ha llamado “mundanidad espiritual” (Evangelii Gaudium, 93). Fray Jaime daba sabios consejos, que hoy nos llegan de ultratumba para sacerdotes patidifusos y laicos desesperados:

“Por faltar a muchos sacerdotes el conocimiento del Ministerio Altísimo, que la piedad Divina fió a sus manos, se llegan al altar sin preparación, ni recogimiento, dicen la misa acelerada y, distraídos, no observan ceremonias y con su poca devoción entibian el fervor de los oyentes; y acabada la misa se divierten, luego salen de la Iglesia a conversar, tratar y comunicar en el mundo sin advertir que llevan en el relicario de su pecho al Criador y, llevando en su alma depositado a Jesús sacramentado, se distraen a cosas impertinentes, sin respeto, ni atención de tan tremendo Señor. Gran grosería sería si, yendo a visitar a un hombre una persona de respeto, habiéndole recibido para la visita en la sala, se saliera el visitado de ella dejándolo desairado y ofendido a quien le visitó. Pues, ¿cuánto mayor desacato sería que habiendo entrado el Príncipe de la Gloria a visitar el alma del sacerdote, y recibídole en el cuarto de su corazón, le deje allá sin reparo, ni cuidado y se divierta a otros negocios menos importantes?”

Conste, no queremos sacerdotes carialargados y solemnes. Tan sólo que compartan el gozo que habita en su corazón.

jorge.traslosheros@cisav.org
Twitter: @trasjor

Por favor, síguenos y comparte: