OCTAVO DÍA | Por Julián López Amozurrutia |
El dramático recuerdo del temblor de 1985 trae también, con todo, la memoria de una de las gestas de solidaridad más notables que ha conocido nuestra ciudad en las últimas décadas. Y desde ella quedó el aprendizaje de una aspiración que se ha madurado como una cultura de protección civil. No es necesario esperar que las calamidades ocurran: podemos adelantarnos a ellas previendo el modo conveniente de reaccionar. No sólo se han afinado los protocolos de construcción y los mecanismos de acción en caso de siniestros: también se ha cultivado una mentalidad que incluye la valoración y el cuidado de la vida, tanto la propia como la de los demás. Sabemos por experiencia que una perspectiva individualista es siempre más peligrosa que una comunitaria. Velar unos por otros es siempre una buena idea.
Podemos crecer aún más si nos detenemos a hacer conscientes algunos de los elementos antropológicos y pedagógicos incluidos en esta cultura. Por un lado, el aprecio por la existencia misma. Es un hecho que cuando nos enfrascamos en los ritmos ordinarios, podemos perder de vista el dato básico, siempre precioso, de estar vivos. Y ello nos lleva a no reconocer el hecho admirable de tener un corazón que palpita y unos pulmones que respiran. La ausencia de grandes problemas nos lleva a complicarnos el camino con auténticas naderías, y a veces sobre ellas construimos un aparato complejo de relaciones tortuosas y violentas. Las emergencias tienen la virtud de despertarnos de ciertos letargos o inercias.
Sobre la sorpresa inicial de vivir, brota también la responsabilidad más simple: la de estar confiados a nosotros mismos y a nuestro prójimo como una familia. La madurez personal incluye aprender a hacerse cargo de uno mismo, y también el de extender esta disposición a quienes nos rodean. Desde el punto de vista de la colectividad, es creciente el cuidado que se suele tener, incluso organizado e institucionalizado, a los hermanos más vulnerables. Siempre será un índice de la mejor civilidad el lugar que se concede a los más pequeños, a los enfermos y a los ancianos, a los pobres y a los menos favorecidos.
Además, la alerta sobre los riesgos nos ha hecho ver que es necesario educar a los grupos humanos para reaccionar de manera comunitaria a los eventos. Esto incluye, venturosamente, a los mismos colectivos infantiles, que con frecuencia llegan a darnos ejemplo de coordinación, cooperación y apoyo mutuo.
Las estructuras de «brigada» han favorecido un sentido corporativo, así como de capacitación permanente. Cada vez son más las personas que desarrollan habilidades de primeros auxilios, enfrentamiento de incendios, respaldo en situaciones de urgencia y otras similares. En todo ello va supuesta la afirmación del valor de la existencia, y del deber aún gregario de vigilar unos por otros.
En el nivel más general de la convivencia, los procedimientos de protección civil han permitido recordar que, independientemente de las funciones que cubramos en la sociedad y de los roles que desempeñemos en ella, hay siempre algo anterior que nos hermana, y que a la hora de la verdad es prioritario.
Desarrollar la cultura de la protección civil más allá de instituciones educativas, administrativas, civiles y empresariales, hasta alcanzar la esfera de colonias, barrios, edificios habitacionales y espacios domésticos, puede ser también una oportunidad para fortalecer el tejido social en la escala de sus células primarias.
Cuando reconocemos lo frágil que es el equilibrio de la vida, y la cantidad de amenazas que se ciernen sobre ella, no podemos sino entender que el cuidarnos unos a otros garantiza una fuerza extraordinaria. En este sentido, la memoria de los cataclismos puede siempre ser un resorte de solidaridad y una escuela de fraternidad.
Publicado en el blog Octavo Día, de El Universal (www. eluniversal.com.mx), el 19 de septiembre de 2014. Reproducido con autorización del autor: padre Julián López Amozurrutia.