Por Fernando Pascual |

Algunas quejas frecuentes: «Sabe que me molesta y lo sigue haciendo». «No es capaz de abrir los ojos y preocuparse por mí». «Vive en su mundo y lo mío no le interesa nada». «Parece que nunca ve el polvo en la mesa, la suciedad en el suelo, y tantas cosas en las que podría ayudar, porque está siempre en lo suyo».

Las quejas reflejan dos cosas. La primera, que pensamos que el otro no capta (y quizá no quiere captar) detalles con los que podría ayudar en la casa o con los que haría más hermosa la convivencia. La segunda, que nos duele esa continua falta de atención del otro.

Sí: duele convivir con alguien que ayuda poco, que tiene una sensibilidad casi nula ante nuestros deseos y problemas, que vive para sus cosas y no para los demás.

Pero podríamos preguntarnos, desde esas mismas quejas, si nosotros no actuamos en ocasiones así. ¿De verdad estoy atento a lo que piensan, desean, esperan de mí los demás? ¿Tengo un corazón abierto a amar con detalles concretos?

Cuando vivo atrapados por gustos personales, por un anhelo continuo de sacar adelante «lo mío», por distracciones que me satisfacen pero me aíslan, me faltará esa apertura de mente y de corazón que capta aquellos gestos y palabras que hieren o que alegran a quienes viven a mi lado.

Al revés, si rompo con mi egoísmo y pongo al otro en el centro, si busco conocerle en sus miedos y sus esperanzas, en sus deseos y sus ideales, estaré en condiciones de dar un paso para ayudar, escuchar, comprender, perdonar, construir puentes llenos de afecto y de servicio.

Quizá entonces navegaré menos tiempo en internet o dejaré un programa televisivo que me gusta especialmente. Pero siempre será mejor aparcar mis planes y dedicar tiempo y corazón para estar al lado de un familiar, un amigo, un compañero de trabajo, que necesitan cariño y detalles de afecto que llegan a lo más profundo del alma.

 

 

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