OCTAVO DÍA | Por Julián López Amozurrutia |

También de la familia habló el Papa Paulo VI, apenas beatificado por el Santo Padre Francisco. El sentido de humildad y sacrificio paterno que su propio pontificado vivió se sintetiza en una notable frase escrita por el nuevo beato en sus anotaciones personales, justo después de la clausura del Concilio Vaticano II, retomada por Francisco en la homilía de la celebración: «Quizás el Señor me ha llamado y me ha puesto en este servicio no tanto porque yo tenga algunas aptitudes, o para que gobierne y salve la Iglesia de sus dificultades actuales, sino para que sufra algo por la Iglesia, y quede claro que Él, y no otros, es quien la guía y la salva» (Francisco,Homilía del 19.10.2014).

La más conmovedora referencia a la familia de Paulo VI se escuchó en su visita a la Iglesia de la Anunciación, en Nazaret, donde rindió un filial homenaje a María Santísima. Ahí pedía en oración que podamos «ser admitidos por Ella, la Señora, la Dueña de la casa, juntamente con su fuerte y manso Esposo san José, en la intimidad de Cristo, de su humano y divino Hijo Jesús».

Y llamaba a Nazaret «la escuela de iniciación para comprender la vida de Jesús. La escuela del Evangelio», el lugar donde «se aprende a observar, a escuchar, a meditar, a penetrar en el sentido, tan profundo y misterioso, de aquella simplísima, humildísima, bellísima manifestación del Hijo de Dios».

La Sagrada Familia es el referente pedagógico que concede descubrir el evangelio de la familia. Y el Papa lo reconocía como horizonte para trascender la letra de los testimonios con una actitud espiritual, de modo que la contemplación pudiera convertirse en imitación. En Nazaret «se aprende el método con que podremos comprender quién es Jesucristo» y «la necesidad de observar el cuadro de su permanencia entre nosotros: los lugares, el templo, las costumbres, el lenguaje, la religiosidad de que Jesús se sirvió para revelarse al mundo. Todo habla. Todo tiene un sentido». Desde la significación exterior, de los sentidos, se alcanza, «con el ojo limpio, con el espíritu humilde, con la intención buena y con la oración interior», el nivel profundo de la revelación de la verdad.

Por ello expresaba su deseo: «Aquí, en esta escuela, se comprende la necesidad de tener una disciplina espiritual, si se quiere llegar a ser alumnos del Evangelio y discípulos de Cristo. ¡Oh, y cómo querríamos ser otra vez niños y volver a esta humilde, sublime escuela de Nazaret! ¡Cómo querríamos repetir, junto a María, nuestra introducción en la verdadera ciencia de la vida y en la sabiduría superior de la divina verdad».

De esta escuela desglosaba tres lecciones fundamentales: «Lección de silencio. Renazca en nosotros la valorización del silencio, de esta estupenda e indispensable condición del espíritu; en nosotros, aturdidos por tantos ruidos, tantos estrépitos, tantas voces de nuestra ruidosa e hipersensibilizada vida moderna. Silencio de Nazaret, enséñanos el recogimiento, la interioridad, la aptitud de prestar oídos a las buenas inspiraciones y palabras de los verdaderos maestros; enséñanos la necesidad y el valor de la preparación, del estudio, de la meditación, de la vida personal e interior, de la oración que Dios sólo ve secretamente».

La segunda era una «lección de vida doméstica. Enseñe Nazaret lo que es la familia, su comunión de amor, su sencilla y austera belleza, su carácter sagrado e inviolable; enseñe lo dulce e insustituible que es su pedagogía; enseñe lo fundamental e insuperable de su sociología».

Y por último, una «lección de trabajo. ¡Oh Nazaret, oh casa del ‘Hijo del Carpintero’, cómo querríamos comprender y celebrar aquí la ley severa y redentora de la fatiga humana; recomponer aquí la conciencia de la dignidad del trabajo; recordar aquí cómo el trabajo no puede ser fin en sí mismo y cómo, cuanto más libre y alto sea, tanto lo serán, además del valor económico, los valores que tiene como fin; saludar aquí a los trabajadores de todo el mundo y señalarles su gran colega, su hermano divino, el Profeta de toda justicia para ellos, Jesucristo nuestro Señor!»

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