Por Jorge Traslosheros H. |
En estos momentos, obispos del mundo entero se encuentran reunidos en el Vaticano para hablar de la familia, esa terca realidad que nos acompaña a lo largo de la vida y de la cual depende mucho de nuestra felicidad, seguridad, estabilidad social y bien común. Un hecho que por obvio se calla y, de tanto callarlo, se deja de lado. Pero la Iglesia no está dispuesta al olvido.
El asunto es sencillo. Los seres humanos anhelamos en nuestro corazón una vida bella, sin mentiras, buena y justa para nosotros y cuantos nos rodean. Sabemos, también, que el bastión de nuestros anhelos es la familia, la cual no nos exenta de problemas, pero sin duda nos permite afrontarlos con prestancia. Una verdad cuyo reconocimiento no requiere sesudas divagaciones. Basta la experiencia y el sentido común.
Estudios serios, como los realizado por Fernando Pliego (IIS-UNAM), sustentan los hallazgos de la consulta realizada por la Iglesia en preparación del Sínodo. La familia enfrenta retos brutales en todo el planeta como, por ejemplo, el abandono y maltrato a los ancianos, el drama del divorcio, drogadicción, violencia, desplazamientos por conflictos bélicos, hambre, pobreza, falta de oportunidades. Y, como siempre, quienes pagan el precio más alto son los más vulnerables: niños, ancianos y mujeres. El sufrimiento generado por la crisis requiere atención inmediata y la Iglesia debe ser, como es, un hospital de campaña en medio del desastre. Las decisiones que se tomen a partir de éste y del Sínodo del próximo año orientarán el rumbo de la Iglesia y su participación en el debate cultural en los años por venir.
La historia reciente ha demostrado que, la presencia local e internacional de los católicos en los debates públicos es importante e influye en el rumbo de la cultura. Pensemos, por ejemplo, en sus denuncias y decidida participación contra la mentalidad antinatalista, la cultura de la muerte y del descarte, la dictadura del relativismo y la deriva cristianofóbica del mundo actual, asuntos íntimamente entrelazados y que comprometen seriamente la convivencia humana. Actitud que ha marcado la vida de la Iglesia en las últimas décadas ganándose condenas, persecuciones directas y de baja intensidad; pero también grandes satisfacciones. Hecho que no debe sorprendernos pues, por ejemplo, los paladines del aborto han marcado a los católicos como sus principales enemigos, por lo que batallan denodadamente contra la libertad religiosa escudados en un relativismo bastante pedestre. Obvio, coinciden con quienes han metido a la familia en el cajón de los desechos.
Sobre las mismas temáticas se han desarrollado intensos debates al interior de la Iglesia, como es de esperarse entre buenos católicos, lo que ha permitido ganar claridad en la propuesta y unidad en la acción. Las dificultades no han faltado; pero se han superado conforme la máxima de San Agustín ha ganado terreno: en lo esencial unidad, en lo dudoso libertad y en todo caridad.
Ahora, ha llegado el momento de discutir los problemas de la familia para tomar decisiones pastorales de gran calado. Esto nada tiene que ver con posiciones políticas, sino con razones llenas de sentido común: la familia importa, está bajo amenaza y los católicos no podemos pasar indiferentes ante el dolor de nuestros hermanos, como tampoco ignorar nuestras propias debilidades y heridas sufridas en el mismo escenario. La familia es una de las periferias sociales y existenciales que requieren atención urgente, como bien dijo el Papa Francisco.
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