OCTAVO DÍA | Por Julián López Amozurrutia |
El matrimonio y la familia fueron «queridos por Dios con la misma creación» (Juan Pablo II, Familiaris Consortio, n 3). Esto implica un nivel fundamental de esta institución, que corresponde a la «gramática» presente en la naturaleza. Así lo enseña también el Concilio Vaticano II, señalando el rasgo primario de su identidad:
«Fundada por el Creador y en posesión de sus propias leyes, la íntima comunidad conyugal de vida y amor se establece sobre la alianza de los cónyuges, es decir, sobre su consentimiento personal e irrevocable» (Gaudium et spes, n. 48). La institución familiar nace, así, aún ante la sociedad, «del acto humano por el cual los esposos se dan y se reciben mutuamente».
Aunque en la fe se reconoce un nivel de alcance religioso ya en el sentido de la huella dejada por Dios en su obra, lo cierto es que también se identifica una estructura propia, de orden natural, que es posible conocer -incluso independientemente de la actitud creyente que se tenga-, y ante la que se tiene una responsabilidad, tanto desde el punto de vista personal como en el ámbito social.
La afinidad entre la lógica del universo y el proyecto divino explica que la configuración natural del matrimonio venga, además, a ser «confirmada por la ley divina» (Gaudium et spes, n. 48). En este sentido, se llega por la fe a afirmar también que «matrimonio y familia están internamente ordenados a realizarse en Cristo y tienen necesidad de su gracia para ser curados de las heridas del pecado y ser devueltos ‘a su principio’, es decir, al conocimiento pleno y a la realización integral del designio de Dios» (Familiaris consortio, n. 3).
Puestos en evidencia los elementos constitutivos de la institución matrimonial y familiar, se entiende que la familia sea «escuela del más rico humanismo», y que se promueva «un clima de benévola comunicación y unión de propósitos entre los cónyuges y una cuidadosa cooperación de los padres en la educación de los hijos» para que la familia «pueda lograr la plenitud de su vida y misión».
Además, en un sentido la familia es un auténtico bien público, pues coincidiendo en ella las distintas generaciones y ayudándose a «lograr una mayor sabiduría y a armonizar los derechos de las personas con las demás exigencias de la vida social, constituye el fundamento de la sociedad» (Gaudium et spes, n. 52).
En muchos ámbitos de la realidad, ha ido quedando de manifiesto que en la medida en que el hombre se opone -por el misterio insondable de su libertad- al orden natural de las cosas, a la «ecología», se revierten contra él sus mismos principios, generándose desorden y destrucción. Lo más asombroso del ser humano es su capacidad justamente de conocer de modo consciente el funcionamiento de la realidad, y de modo simultáneo poder intervenir en él desde sus decisiones. Aquí se ubica el campo insustituible de su responsabilidad.
La sabiduría y la prudencia humanas no dejan de aconsejarnos, tratándose de un bien tan precioso como el fundamento de la sociedad y la cuna de la cultura, que retomemos personal y comunitariamente el ejercicio de leer lo que la misma estructura de la realidad nos enseña. Aunque evidentemente en la familia hay un valor religioso, lo que se pone en juego en ella repercute en todas las facetas de la convivencia civil. Una sociedad sin familia termina por ser una sociedad sin patria. La misma naturaleza -huella de Dios- contiene el mensaje de la verdad de la familia de la que somos responsables, y es un texto abierto para quien, con buena voluntad, desee leerlo. Más aún, la intuición primaria del sentido común lo corrobora, por encima de los complejos mecanismos que a veces confunden.
«La vocación al matrimonio se inscribe en la naturaleza misma del hombre y de la mujer, según salieron de la mano del Creador. El matrimonio no es una institución puramente humana a pesar de las numerosas variaciones que ha podido sufrir a lo largo de los signos en las diferentes culturas, estructuras sociales y actitudes espirituales. Estas diversidades no deben hacer olvidar sus rasgos comunes y permanentes. A pesar de que la dignidad de esta institución no se trasluzca siempre con la misma claridad, existe en todas las culturas un cierto sentido de la grandeza de la unión matrimonial» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1603). A ese sentido común es urgente apelar hoy en día.
Publicado en el blog OCTAVO DÍA de eluniversal.com.mx. Reproducido con permiso de su autor.