OCTAVO DÍA | Por Julián López Amozurrutia |
E
l pasado 21 de noviembre cumplieron 50 años del cierre de la tercera sesión del Concilio Vaticano II, fecha en que fueron promulgados tres documentos: la Constitución Dogmática sobre la Iglesia Lumen Gentium y los Decretos sobre las Iglesias Orientales Orientalium Ecclesiarum y sobre el Ecumenismo Unitatis Redintegratio. También en aquella ocasión el Papa Paulo VI declaró solemnemente a María como Madre de la Iglesia.
La Lumen Gentium es el eje de los documentos conciliares. De manera peculiar, se había planteado como objetivo que la Iglesia dijera una palabra sobre sí misma, expresando la conciencia que tiene de su naturaleza y misión. Esta finalidad la realizó precisamente este documento, el más extenso que haya emanado del Magisterio eclesial para tocar este tema. También, como el mismo Papa lo reconoció en su discurso conclusivo, confesándose profundamente conmovido, por primera vez «un Concilio Ecuménico concentra en una única y tan amplia síntesis la doctrina católica sobre el lugar que se debe atribuir a la Santísima Viren María en el misterio de Cristo y de la Iglesia».
De alguna manera, podemos considerar su antecesor inmediato la Encíclica Mystici Corporis de Pío XII, de la cual en algunos aspectos es continuación, pero a la cual trasciende notablemente en perspectivas. También debe mirársele como un complemento a la Constitución Pastor Aeternus del Concilio Vaticano I, que por razones históricas había limitado su enseñanza a la figura del Papa, aunque originalmente se había pretendido reflexionar también sobre el episcopado. En Lumen Gentium convergen las mejores tradiciones de la teología de la Iglesia con las inquietudes que se habían ido tejiendo durante la primera mitad del siglo XX. Entre los múltiples aspectos de su riqueza, podemos destacar lo siguiente:
Ante todo, el anclaje teologal de la Iglesia. Ella no es en primer lugar una «sociedad perfecta», sino sobre todo una convocación de Dios, un «misterio». Sus raíces primerísimas no deben buscarse en el horizonte humano, sino en el designio del Dios Trino, que la convierte en su «sacramento», es decir, «signo e instrumento de la unión de los hombres con Dios y de los hombres entre sí» (n.1).
En segundo lugar, el panorama de la Iglesia como «pueblo de Dios», que mejora los esquemas piramidales de su consideración a partir de un esquema que poco a poco se reconocería como caracterizado por la «comunión».
En tercer lugar, una profundización en la teología del episcopado, que constituye de hecho la más relevante aportación dogmática del concilio.
En cuarto lugar, un planteamiento positivo del laicado en la Iglesia, poniendo en evidencia su identidad y función, en lo que tal vez ha abierto el desafío pastoral más significativo en las últimas décadas.
En quinto lugar, el reconocimiento de la común vocación de todos los estados de vida en la Iglesia a la santidad, y desde ello el vínculo que existe entre quienes peregrinan en la historia y quienes ya han completado su cometido.
En su confección, se reconoce un triple esfuerzo. Por un lado, el de abrevar de las más antiguas tradiciones y particularmente de la Sagrada Escritura, de modo que el texto abunda en imágenes y figuras. Por otro, el de integrar de manera congruente y sistemática las principales intuiciones que habían ido surgiendo en el período preconciliar. Por último, el de emplear un estilo cordial en su tesitura, positivo y conciliador.
La teología sobre la Iglesia, llamada técnicamente «eclesiología», encontró así un punto de llegada rico y fecundo, que expresaba un nivel de madurez y se abría ulteriormente a nuevos desafíos. Una tarea aún no concluida, que integra el pasado con una intensa perspectiva de futuro.